Lunes 8 de abril de 2002 |
Tauromaquia La escuela Rumana n Alcalino |
Tradicionalmente, se
hablaba de una cierta "escuela rondeña" del
toreo contraria a la "sevillana" -sobria la
una, y adornada la otra-, referencias con escaso sustento
pero que hicieron fortuna entre los amigos de un
facilismo poco comprometedor, reforzados con el tiempo
por entusiastas apoyadores de una "escuela
castellana" tan improbable como las anteriores, sin
contar las peripecias -muy de moda en tiempos de Manolo
Martínez- del cronista de cámara del susodicho,
empeñado en descubrirnos los misterios de la
"escuela mexicana del toreo", que habría
tenido sus orígenes en Rodolfo Gaona, perfectamente
equiparable en el cultivo de tan exótica flor con,
digamos, Manuel Capetillo, aun tratándose de artistas
enteramente opuestos. Esta manía por las
"escuelas" es seguramente una herencia verbal
de la Escuela de Tauromaquia de Sevilla fundada en 1831
por real decreto y puesta bajo la dirección del célebre
Pedro Romero. Además de que tal establecimiento duró
poco y careció de continuadores, la referencia pasa por
alto detalles como el que Pedro Romero procediera de
Ronda y tipificase una escueta manera de lidiar,
esplendorosamente representada años después por su
discípulo "Paquiro" pero reñida con los
quiebros y alegrías de Pepe-Hillo, Cúchares y demás
espadas que llevaban a "Sevilla enredada en la faja
y la giralda por montera". Pero aun a
contracorriente con la historia, y sin más asideros que
esa vaga relación con cuestiones de temperamento
regional, la pseudoclasificación en escuelas ha seguido
en la punta de la lengua de muchos taurófilos, no pocos
taurinos y hasta algunos toreros. Los modos de moda. Ahora que ha reaparecido "Tendido Cero" y que pudimos ver breves escenas del V Encuentro Mundial de Novilleros -hecho con dinero mexicano aunque culmine en San Sebastián-, algo que venía rumiando desde hace tiempo se me reveló de golpe: la impresionante similitud de procedimientos que hace prácticamente indistinguibles a los actuales aspirantes no salió de la nada, ni siquiera de las escuelas taurinas de cuño contemporáneo, muy populares en España y basadas todas en idéntico formato. Desde luego, tal profusión académica tiene que influir, pero el verdadero padre de la monotonía presuntamente estilística que nos agobia es el toro. El toro como producto acabado de medio siglo de progresivos intentos por disminuir su acometividad y bravura, sustituidas hoy día por ese paso cansino frente al cual hablar de temple es invocar casi siempre una entelequia, pues para aparentarlo basta con un entrenamiento intensivo, similar a los tecnificados programas de preparación mental y física que produjeron como en serie prodigios de agilidad, precisión y equilibrio en la rama de la gimnasia femenil. Sin duda, quienes revolucionaron los conceptos de ese deporte fueron, hace ya sus buenos treinta añitos, los técnicos rumanos de la especialidad, universitarios de talento sólo comparable a su audaz imaginación. Aun así, llegar al hallazgo de una Comaneci -como al de El Juli ahora- supuso la culminación de un estricto programa de trabajo a escala nacional. La mala noticia es que, mientras la gimnasia involucra a solamente una persona, concentrada en reproducir en el momento preciso aquello que entrenó exhaustivamente hasta dominarlo del todo, el toreo exige una particular clase de acople entre dos cuerpos, destreza no adquirible por repetición sino por espontánea adaptación a las reacciones imprevisibles de un partner hasta entonces desconocido. Y hacerlo a la luz de una historia y delante de un público que demandan algo más que exactitud mecánica: comprensión del "problema" presente, recursos para domeñarlo... y una profunda capacidad de expresión. La uniformidad del toro mata la esencia del toreo porque degrada a rutina el arte. |