Hermann Bellinghausen
Luna tonta
Por un quesque error de traducción, oyó
que era noche de luna tonta; yo creo que aquel fingimiento le ayudó
a decidir. No es fácil andar tomando decisiones todo el tiempo.
Cansa. Ese día no decidiría otra cosa que caminar. Que también
cansa, pero ya ves.
-¿A dónde crees que vas? -le dije, con ese
juguetón tono represivo que uno dirige a los niños.
-Voy a la luna -respondió.
-¿A la qué? Si, Chucha.
-Derechito. Aunque no me creas.
Lo que me espantó fue el gusto con que lo decía.
Relamiéndose los bigotes del pensamiento. Estaba viejo, pero no
chocheaba, al menos hasta ese día.
-No abuelito. Mi mamá me encargó que no
salieras ora; no te has aliviado bien la pulmonía.
Me miró de un modo que, al paso de los años,
no he olvidado. Un poco "mira niño", otro poco "¿tú
qué sabes?", y un mucho de lunático. Porque para chiflados,
el abuelo. Siempre fue.
Nos lo habíamos traído a la frontera cuando
su esposa murió. Su esposa, que no era mi abuela, fue la única
que lo aguantó siempre, además de mi mamá. Él
decía: "Tu mamá es la única mujer fiel que he conocido?".
Pues claro, pensaba yo y le decía: "Así qué chiste.
Es tu hija".
Tampoco era que se quejara de las mujeres. Con qué
cara. Lo decía por ironía. Si algo le gustó siempre,
según fama, eran las mujeres. La esposa que se le murió le
confirió el título de viudo que nadie pensó que tendría.
Aunque se casó tres veces y media, era un soltero empedernido.
Cuenta mamá la vez que le comunicó que se
iba para Alaska. ''¿A qué?'', preguntó ella. ''A trabajar
de indio'', contestó. El muy cabrón esa vez se fue cuatro
años. Y al final resultó que el tiempo se lo pasó
en Panamá, metido en amoríos y negocios que dejó cuando
lo aburrieron.
Aquel fue uno de sus regresos. Mi abuelo regresaba. Nadie
lo esperaba, pero el verbo ir completaba en él sus conjugaciones
en un reiterado volver, volver, volver. ''Te diré. No volvía
igual, cambiaba. Y al poco tiempo se volvía a ir'', repite mi madre
cuando hablamos del abuelo, cosa que hacemos con mucha frecuencia.
-Te acompaño -le dije cuando comprendí que
hablaba en serio.
-Hoy no.
Decidida su voz.
Pero abuelito.
Suplicante la mía. Él era el adulto, la
autoridad allí. Me faltaba un buen rato para la mayoría legal
de edad. "Hace frío", iba a insitir.
Hace frío -se me adentantó.
En serio, ¿a dónde vas?
Ya te dije, chamaco, a la luna.
Oh, ya -protesté.
"Oh, ya" -me arremedó. Les digo, era un viejo cabrón.
Ahí me preocupé. Algo tramaba. Mi mamá
lo acusaba de no asumir su provecta edad. "No estás para esos trotes",
lo jeringaba ella cuando le entraban sus ondas. Para lo que servía.
Siempre se salía con la suya, o trataba. De él heredé
creo yo lo terco. Mi mamá, que es otra, me corrige cuando la irrito:
"Necio, dirás".
Se enfundó dentro de la gabardina, el sombrero
y la bufanda. Lo vi tan decidido que me interpuse entre él y la
puerta, en un intento desesperado por detenerlo. Mi abuelo no era un hombre
violento. Ni siquiera enojón. Me dijo con el aplomo de quien nunca
se chupó el dedo:
-Mira niño, tú sabes que no me puedes detener.
Eso de "niño" dolió. Yo me consideraba casi
un hombre. Abrió la puerta y se fue. Alcanzó a decir por
último:
-Hace años que espero una luna tonta para irla
a visitar.
-Llena, abuelito. Es luna llena nada más.
-No, hoy es diferente. Es tonta. Me le puedo colar. Hasta
mero adentro.
Entonces creo fue que pensé: ya se puso gagá.
En todo caso, no tuve otra oportunidad de pensarlo. El no quería
hacerse viejo; lo tenía clarito. Por eso se fue.