Colette-Yourcenar: retratos cruzados Arturo Gómez-Lamadrid establece el paralelo entre dos mundos, dos actitudes frente a la vida. Una grave, erudita, que se plantea la eterna pregunta sobre el destino del hombre. La otra, atrapada en su presente, reclamando de la vida su cuota de goce y sufrimiento; miembro egregio del tout Paris , escribe y describe el flujo vertiginoso que la abraza. Colette, en el actual momento del mundo, recupera la vigencia de su obra y de su pensamiento jubiloso en medio de la violencia, la inédita estupidez de la mayor parte de los señores del poder, el miedo y el desasosiego. El maestro Gómez-Lamadrid logra unir los aspectos fundamentales de la vida y la obra de las dos autoras de la siguiente manera:decribir la reflexión. Colette describe y Yourcenar reflexiona. El corolario natural de esta elaboración es que sin Colette y su obra sería imposible o vacía la reflexión. Todo pensamiento
profundo permanece en parte secreto, por falta de palabras para expresarlo.
Marguerite Yourcenar ¿Por
qué suspender el curso de mi mano sobre este papel que recoge, desde
hace tantos años, lo que sé de mí, lo que trato de
ocultar, lo que invento y lo que adivino?
Colette Aunque parcial y simplificadora, pues los mundos de Yourcenar y de Colette son infinitamente más ricos de lo que estas palabras alcanzan a decir, la comparación contiene elementos útiles para entender mejor a estas dos escritoras. La relativa unanimidad que existe en Francia y fuera de ella para incluir a la autora de Memorias de Adriano dentro del panteón literario francés se convierte en polémica cuando se trata de Colette. Diosa de las letras para unos, escritora menor para otros, entre los argumentos que con mayor frecuencia se esgrimen en su contra está el de una literatura que se agota en un "materialismo sensual", sin horizontes, reducida a dar cuenta de una naturaleza pródiga, de un mundo particular el del Music hall, de los recuerdos de una infancia campestre, de las menudas aventuras de lo cotidiano, o de la corriente que nos muestra prisioneros de sentimientos y emociones. Sin embargo, en Francia, las biografías ocho en los últimos diez años y la obra han hecho camino: en 1984, la selectiva Bibliothèque de la Pléiade la incluye en su elite y publica el primer tomo (de cuatro) de sus Oeuvres; en 1989, la editorial Robert Laffont saca a la luz sus obras completas a excepción del teatro y la correspondencia en una colección muy exitosa: Bouquins y el Magazine Littéraire le dedica su número de junio; los Cahiers Colette ostentan la amplitud y diversidad de los adeptos de la escritora borgoñona; en 1999, un texto de Michel del Castillo: Colette, une certaine France obtiene el premio Femina de ensayo; y un largo etcétera. ¿Por qué esta fascinación? El rechazo de la idea de trascendencia para el hombre, de la interrogación sobre su destino, es en Colette una toma de partido, no un producto de la ignorancia o la indiferencia. Para ella, las ideas, el frenesí intelectual, la voluntad del hombre por comprender lo incomprensible, perturban el orden del universo y desembocan siempre en la constatación de nuestra incapacidad consubstancial para mejorar el mundo. Mejor la viña, una avellana hueca, la devastación por amor de un hombre joven y hermoso obsesionado por una mujer que casi le dobla la edad. Mejor el placer, el que se goza, por supuesto, pero también el que se evoca, tristemente, con gravedad, intentando desentrañar el significado de términos como puro e impuro. Y todo ello escrito con palabras cargadas de un salvajismo sensual, de una impudencia animal; una prosa rítmica, musical, que seduce, deleita, provoca nostalgia pero también vitalidad; una lengua concreta, sabrosa, "donde la emoción se condensa", en palabras de Michel del Castillo. El acariciado sueño de Flaubert de crear un libro que fuera sólo estilo se cumple en varios textos de Colette. No en sus novelas, o tal vez no en todas, sino en esas pequeñas obras de arte, breves como un vértigo, que conforman libros de la talla de Les vrilles de la vigne, La maison de Claudine, o el Journal à rebours. Estamos aquí ante un hechizo al que es difícil resistirse, ante una voluntad de vivir transformada en palabras que mecen, susurran, evocan, creando un estado de voluptuosidad donde la combinación armónica, la sucesión exacta de las frases, la cadencia de las pausas, allanan cualquier reserva. Sus palabras capturan lo más concreto de los seres y los objetos, con una mirada rica en matices, atenta a un instante específico pero presintiendo su fugacidad. Esta prosa le valió a su autora elogios como el que Gide vertió en su Diario: "Un lenguaje sabroso casi en exceso... ¡Ah! ¡Cómo me gusta la manera de escribir de Colette! ¡Qué seguridad en la elección de las palabras! ¡Qué delicado sentimiento del matiz! Y todo ello como jugando, a la La Fontaine, como si nada, resultado de una elaboración minuciosa, exquisito resultado!" O el de Cocteau refiriéndose a Chéri: "Eres la única persona que sabe hacer pompas de jabón con nuestro lodo. Tu inspiración da color a cualquier cosa." La literatura de Colette es una literatura datada. Una literatura representativa de "una cierta Francia" que no gusta a Yourcenar: "Gracias por el Gigi-Chéri, que hemos escuchado largamente esta mañana. El documento histórico es extraordinario: esa voz de mujer entrada en años, muerta ya, que fue tan de su tiempo y de su, o mejor dicho, sus terruños. Como en Pigmalión, es posible seguir toda una vida a través del trazado de la voz: la opulenta y jugosa Borgoña, el lado desgarrado que le venía de Willy, el lado también de, por así decirlo, portera echadora de cartas adorada de las señoritingas del barrio. Pues todo eso lo fue Colette. Fue increíblemente representativa de una cierta Francia entre 1900 y 1946, con su sabor popular picante, sus amaneramientos (que los tenía), su golosa manera de vivir, tan peculiar, y todo su código de lo convencional, tan complicado como el de la antigua China. Una vieja Francia que, en el fondo, no estoy muy segura de que me guste. He reflexionado acerca de todo esto, mientras oía girar el disco en la pequeña librería del pueblo." Sí, Colette representó todo eso, la liviandad de la Belle Époque y la Francia de las guerras y de la entreguerra; la vida de los espectáculos que llenaron los cabarets y los music hall parisinos y franceses, con su secuela de escándalos, enredos y sensacionalismo; pero es asimismo la reconstrucción de un yo a través de la escritura, enfocado hacia su infancia, su madre, su llegada a París después del primer matrimonio, hacia su pasado en suma; es también la exaltación de Provenza y Borgoña, de las plantas y los animales, con apenas pálidas alusiones a la guerra consumada ahí mismo. En plena Ocupación Colette echa de menos París porque donde ella está no hay mantequilla ni mermelada, al tiempo que logra estampas notables describiendo el vuelo de una parvada de golondrinas entre las torres de un castillo y las copas de unos tilos, la destreza de unas manos femeninas, o los giros "corneillanos" que los provenzales imprimen a su habla mezclándolos con el patois regional. Ausentes las cuestiones de conciencia, el miedo en las trincheras o la abyección humana que puebla las páginas de Céline, ausente también el idealismo de Armand el personaje de Les Beaux Quartiers de Aragon y la angustia ante la guerra de Los hombres de buena voluntad de Jules Romains, por mencionar sólo ciertas preocupaciones de algunos de sus contemporáneos. En esta reconstrucción del yo a través de la escritura, la figura central es, sin duda, Adèle Eugénie Sidonie Landois, Sido, la madre de Colette. La fuerza de su personalidad es determinante en la formación de la pequeña Gabrielle Sidonie, para bien y para mal. La futura escritora vivió una infancia con todos los tintes de un idilio: una casa confortable en el campo, rodeada de naturaleza y llena de libros lo que le permitió ejercer su curiosidad en las letras y en el contacto diario con un mundo por nombrar: tan fascinante el alhelí como su nombre, o el pardillo y el suyo, la recompensa de ser levantada a las cuatro de la mañana para ir al bosque a recoger fresas, grosellas negras y grosellas barbudas, el prestigio de ser una buena alumna de la escuela pública del pueblo pues tanto su padre el capitán Colette como su madre deseaban mostrar sus ideas republicanas y la mejor manera de hacerlo, según ellos, era confiar la educación de su hija a uno de los emblemas de la joven república, la escuela pública, un hermano cómplice de juegos; todo un universo que giraba en torno a la madre. Los textos de Colette en los que habla de ella nos dejan ver la intensa relación que siempre mantuvieron, con sus remolinos de humores, diferencias de opinión, invasiones de la individualidad, irritación, pero también complicidad y amor. Una vez muerta su madre, Colette esperó diez años para hacerla aparecer en La maison de Claudine y casi veinte para escribirla y presentárnosla como Sido. Tal vez hacía falta no sólo tiempo, sino asimismo calma, dejar de sentirse arrastrada por este torbellino ubicuo. Françoise Burgaud dice con acierto que podría hablarse de tres personajes Sido: la joven que recibió una buena educación liberal en Bruselas y que frecuentaba un círculo de periodistas, artistas y escritores; la madre omnipresente con quien Colette vivió su infancia y su juventud; y la que creó la escritora con su talento y su pluma: ¿Y porque dejaría yo de ser de mi pueblo? No hay manera. Mírate, muy orgullosa, mi pobre Minet-Chéri, porque vives en París desde que te casaste. No puedo reprimir la risa al constatar lo orgullosos que están los parisinos de vivir en París, los verdaderos porque asocian esto a un título nobiliario, los falsos porque se imaginan que ascendieron de grado. Si a ésas fuéramos, yo podría jactarme de que mi madre nació ¡en el bulevar Bonne-Nouvelle! Hete aquí como un piojo parado sobre sus patas traseras porque te casaste con un parisino. Y cuando digo un parisino...Los verdaderos parisinos de cepa tienen menos carácter en la fisonomía. ¡Se diría que París los borra! [...] Así hablaba mi madre, cuando yo misma era, hace tiempo, una mujer muy joven. Pero ella había empezado, mucho antes de mi matrimonio, a dar mayor importancia a la provincia que a París. Mi infancia había retenido máximas, excomuniones la mayor parte de las veces, que ella lanzaba con una singular fuerza en su acento. ¿De dónde sacaba mi madre la autoridad de esas frases, su jugo, ella que no dejaba tres veces por año su casa? ¿De dónde le venía el don de definir, de penetrar, y esa forma decretal de la observación? En el caso de Yourcenar, en cambio, Ferdinande, como aparece en el acta de nacimiento, Fernande, como le gustaba que la llamasen, de Cartier de Marchienne, no jugó papel alguno en el desarrollo de su hija después de traerla al mundo pues murió a los treinta y un años, en Bruselas, once días después del sangriento y difícil parto. En el primer volumen de sus memorias, donde Yourcenar se ocupa de su familia materna leemos: "¿ La hubiese yo amado? De sus treinta y un años cuatro meses de existencia, yo no había estado en el pensamiento de mi madre sino un poco más de ocho meses a lo sumo: había sido para ella, en primer lugar, una incertidumbre, luego una esperanza, una aprensión, un temor; durante algunas horas, un tormento." La figura importante aquí fue el padre, un hombre culto, sibarita, amante de las mujeres y del juego. Él mismo contribuyó a la creación del nombre literario de su hija abandonando una c del Crayencour original para crear el anagrama Yourcenar; también con él visitó la Villa Adriana y ahí decidió escribir un texto que contuviera ese mundo aunque en realidad en aquellos años su centro de interés era Antinoo, el joven amante del emperador. Michel de Crayencour murió poco después de haber leído el manuscrito de lo que sería la primera obra importante de su hija: Alexis, o el tratado del inútil combate, y de saber que Gallimard había aceptado el manuscrito y había firmado un contrato con Marguerite. Describir la reflexión Si tuviera que definir con una sola palabra cada una de estas dos escrituras, para Colette emplearía el término descripción y para Yourcenar el de reflexión. La poética de la escritora nacida en Bélgica está hecha de densas cavilaciones, de interrogaciones sobre el sentido de la vida, sobre el destino, la responsabilidad y la libertad del hombre. Es una urdimbre tejida con dos hebras diferentes, por un lado, las relaciones conscientes o inconscientes entre los hombres que viven en un mismo tiempo, el hombre en su aventura, cada ser humano empeñado en vivir, que es sólo él y al mismo tiempo es los otros, "Unus ego et multi in me" (Soy Uno pero hay multitudes en mí), dice Zénon, el médico-filósofo-alquimista de Opus nigrum; por otro, un mundo impersonal, no humano, secreto, ajeno a ellos pero que los engloba en la unidad del Todo, Todo es Uno, un mundo que preexiste a la vida humana, pero que también la completa y, en cierto sentido, se le opone. Ya sea en sus impecables construcciones novelescas donde, por ejemplo, un emperador romano próximo a la muerte escribe sus memorias y trata de dar un orden a lo que no lo tiene: Cuando considero mi vida, me espanta encontrarla informe. La existencia de los héroes, según nos la cuentan, es simple; como una flecha, va en línea recta a su fin. Y la mayoría de los hombres gusta resumir su vida en una fórmula, a veces jactanciosa o quejumbrosa, casi siempre recriminatoria; el recuerdo les fabrica, complaciente, una existencia explicable y clara. Mi vida tiene contornos menos definidos [...] El paisaje de mis días parece estar compuesto, como las regiones montañosas, de materiales diversos amontonados sin orden alguno [...] Nada me explica: mis vicios y mis virtudes no bastan; mi felicidad vale algo más, pero a intervalos, sin continuidad, y sobre todo sin causa aceptable. Pero el espíritu humano siente repugnancia de aceptarse de las manos del azar, a no ser más que el producto pasajero de posibilidades que no están presididas por ningún dios, y sobre todo por él mismo. Igualmente, en sus ensayos sobre la obra de escritores como Roger Caillois, Thomas Mann o Yukio Mishima, la materia de la escritura es la reflexión. Pensar las relaciones del hombre con las piedras, analizar los pensamientos de un autor sobre la sustancia humana ocultos tras los disfraces de la novela, o examinar los actos y las motivaciones de un escritor que prepara minuciosa y ritualmente su suicidio (no sin antes lanzar un mensaje a las tropas japonesas: "Vemos a Japón embriagarse de prosperidad y hundirse en un vacío del espíritu. Vamos a restituirle su imagen y a morir haciéndolo. ¿Es posible que ustedes se empeñen sólo en vivir, aceptando un mundo en el que el espíritu ha muerto?" Acto seguido, Mishima se practica el haraquiri y, conforme a lo planeado, se hace decapitar), en todos los casos hay una preocupación metafísica, un intento de entender y de ir más allá de los sentidos. Yourcenar, como Zenón, fue presa de la rabia de saber, y como él también, fue un espíritu para el que "cada objeto en el mundo era un fenómeno o un signo". Rutas diferentes en el transcurso humano, estas dos maneras de estar en el mundo trazan sin embargo un cruce en el que se advierte lo universal del ser, la sintonía con el Todo alcanzada mediante un escudriñamiento en las profundidades del yo, pesquisa que deviene en creación; un yo con horizontes lejanos en el espacio y en el tiempo, interesado en lo trivial y en lo sublime, atento a la voz de las cosas; o un yo encerrado en su jardín, en su ciudad, en su país, en su momento, y a pesar de ello, en comunión con nosotros. |