Enrique
López Aguilar
La música conocida como del periodo clásico es contemporánea del arte producido durante la Ilustración y sus límites cronológicos no son demasiado claros, pues la misma crítica musical ha considerado "preclásicos" a Bach y Händel, no ubica muy bien a compositores como Lully, Rameau, Charpentier y Couperin (¿barrocos?, ¿clásicos?), a quienes les tocó vivir la formación del espíritu academicista e ilustrado francés y fueron contemporáneos de Corneille, Racine, la Poétique de Boileau y la fundación de la Academia Francesa de la Lengua; por otro lado, aun concediendo que clásicos son quienes compusieron entre 1700 y 1830, parecen quedar de lado los compositores de la Escuela de Mannheim (que ya no fueron barrocos) y no se toma en consideración la influencia del Sturm und Drang en la música de Haydn y Mozart, breve movimiento intelectual y artístico en Alemania que algunos han querido entender como un prerromanticismo y, de alguna manera, interrumpió brevemente el desarrollo "lineal" del clasicismo; que Beethoven y Schubert también pudieran ser clásicos ha sido motivo de otras discusiones, pues no han faltado los comentaristas que ya los consideran románticos (o, en el caso del primero, prefieren decir de él que es el último clásico y el primer romántico). A nadie escapa que se habla de arte neoclásico, pero no se adjetiva de la misma manera a la música, y la razón salta a la vista: lo poco que se conocía de las antiguas composiciones grecolatinas no permitía establecer ningún parámetro para remitirse a esquemas de la Antigüedad, como sí ocurría con casi todas las demás artes (con excepción, tal vez, de la pintura): si se le pudo colocar la etiqueta de neoclasicismo al arte producido durante un periodo que inició desde la segunda mitad del siglo XVII y llegó hasta un poco más allá del primer tercio del siglo XIX, hubiera sido insensato hacer lo mismo con la música: en ella se aspiró a componer de acuerdo con una estética epocal, pero sin la intención de remitirse a modelos grecolatinos inexistentes. La adjetivación de clásico para definir la música compuesta durante ese lapso sólo refleja una simetría de conceptos, una pachorra crítica que pretende envolver con la misma etiqueta a cuanto haya sido contemporáneo: Goethe, Racine, Haydn, Mozart, Boucher, Watteau, Versalles y Schönbrunn desde esta basta perspectiva, cuanto se encuentre englobado dentro de ciertas fechas resulta (neo)clásico. No está por demás recordar que las categorías mencionadas poseen valor europeo, pero en Hispanoamérica las cronologías tienden a dislocarse. El neoclasicismo ingresó a España con la muerte de Carlos II, el hechizado: después del último Habsburgo español, Luis XIV tuvo la oportunidad de someter a España e impuso la nueva dinastía de los Borbones con Felipe v, lo cual afrancesó la cultura española y la llenó de Academias y repudio por el barroco. En México, la edificación de la iglesia de la Enseñanza Antigua se considera la última obra barroca, y eso ocurrió bien entrado el siglo XVIII, cuando en España ya no se toleraba ese tipo de arquitectura. Y si es cierto que el espíritu ilustrado puede apreciarse en el estilo dieciochesco mexicano de todas las artes, resulta difícil considerar que muere hacia 1830: Joaquín Arcadio Pagaza, el obispo poeta, natural de Valle de Bravo, murió en 1918 y, tal vez, con él desapareció el último representante del neoclasicismo: de aceptar que éste invade a México desde 1760, con las primeras reformas borbónicas, la cronología neoclásica se dilata en un horizonte que va desde ese año hasta 1920: ciento sesenta años de una corriente que convivió con el romanticismo, el realismo, el costumbrismo, el naturalismo y el modernismo convivencias difíciles de pensar en Europa, con sus secuencias tan ordenadas, consecutivas, incontaminadas. Todo esto quiere decir que la colocación de etiquetas para definir horizontes culturales no deja de ser un esfuerzo arduo y arbitrario: el espíritu neoclásico no arranca en 1700 y no termina en 1830: debe revisarse lo ocurrido en Francia, en la segunda mitad del siglo XVII, cuando el barroco dominaba en otros países europeos y americanos, y debe explorarse hasta 1920, por lo menos, con la muerte de Pagaza. Dentro del horizonte europeo, es cierto, se produjo una música distinta a la barroca, que exploró formas nuevas y distintas ornamentaciones, y es cierto que Haydn pareciera representar una suerte de espíritu enciclopédico en música, pero es justo admitir que, al margen de los nuevos equilibrios que haya explorado la música dieciochesca y parte de la decimonónica, el adjetivo clásico para definir a este periodo ha sido empleado como resultado de una mera simetría conceptual para igualarlo con la etiqueta otorgada al resto de las artes producidas durante la Ilustración, pero no por búsquedas inherentes a un arte que hubiera perseguido la condición modélica del clasicismo, pues no toda la música clásica posee un espíritu "de tranquilidad lúcida, de reposo y sencillez", como lo demuestra buena parte de la obra de Mozart. Que los riesgos de etiquetación son muchos, se comprueba con la multitud de prefijos para matizar los rubros: preclásico tardío, postclásico temprano, neoclásico postromántico (resulta extremadamente divertido descubrir que un crítico de principios del siglo XX dijo de Richard Strauss que era un compositor "neoclásico"); por otro lado, al escuchar a Rameau, Carlos Felipe Emmanuel Bach, Stamitz, Gluck, Boccherini, Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert, se percibe una sustancia diferente a la música barroca, pero cabría preguntarse si el periodo que les tocó vivir como compositores les dio la certeza teórica de eso que viajó de Servio Tulio a Cicerón a Aulo Gelio y a la Ilustración: hacerlos sentir partícipes de un proyecto clásico del arte. (Continuará.)
Lélia Wanick: soy la mano verde Todo lo que planta, crece. Por eso le dicen "la Mano Verde". Y por eso Lélia está en plena construcción de una floresta en Minas Gerais, frontera con Espíritu Santo, en Brasil. Junto con su esposo, Sebastiao, se ha lanzado al proyecto de plantar un millón quinientos mil árboles en una zona devastada ecológicamente ya que sólo queda un ocho por ciento de la Mata Atlántica que cubría esa zona. Congruente con su hacer, Lélia dice: "Soy naturaleza." Y le creemos. Es paisajista en varios sentidos. No sólo programa el tipo y el color de las flores que vestirán el parque y el Instituto Terra, una escuela de ecología que enseñará a la gente a vivir de la tierra sin abusar de ella. También es paisajista porque tiene en la pintura y el dibujo de la natura su más íntima forma de expresión. No tiene pretensiones de artista ni quiere mostrar a los otros su juego con los lápices y los pinceles; sólo quiere exprimir esa veta "y terminar feliz" cada vez que concluya una pieza. Eso, el bienestar y la alegría, son dos rasgos en Lélia Wanick Salgado (1947), esta brasileña oriunda de Espíritu Santo cuyas profesiones de arquitecta y urbanista se trasladaron de los planos y los edificios hacia la construcción armónica de jardines. Creación de parques, sí. Pero Lélia también construye el discurso de las imágenes, le otorga una lectura a las fotografías contenidas en libros. Ha sido directora de revistas de fotografía en Francia, como Foto Revue y Longue Vue en los años ochenta; dirigió la galería de la prestigiosa agencia Mágnum; trabajó exposiciones de Cartier-Bresson, por ejemplo, y es la directora de la Agencia Amazonas Images que desde 1994 maneja el archivo y el trabajo de uno de los fotógrafos más importantes del mundo en la actualidad: Sebastiao Salgado, su marido hace treinta y cinco años y con quien tiene dos hijos, Juliano y Rodrigo. A la edad de diecisiete ya era maestra y permaneció ejerciendo esa tarea dos decenios más. Estudió piano, francés, arquitectura y urbanismo. Junto con Sebastiao fue activista política de izquierda durante la dictadura brasileña así que junto con su marido tuvo que huir de su país e instalarse en Europa. "En aquellos años nos animaba la voluntad de la libertad. La dictadura es algo muy triste; uno se siente ahogado. Es terrible no poder hablar, leer o escuchar lo que se quiere. Salimos porque éramos combativos pero también porque queríamos ver el mundo con esa curiosidad que tienen los jóvenes." En París, la fotografía les guiñó el ojo al mismo tiempo tanto a Lélia como a Salgado. "Él era todavía economista y un amigo nos enseñó las fotografías que hacía. Empezamos a gozar mucho de la foto, él abandonó la economía y se dedicó a la imagen de tiempo completo. En algún momento yo tomé la cámara pero todo lo que hacía era demasiado común. No me gustaba caminar todo el tiempo con la cámara en la búsqueda de cosas. Lo mío es la curiosidad de ver la mirada de los otros." Así, desde que su marido se encaminó por África, Europa, Asia y Latinoamérica para retratar a los trabajadores, a los emigrantes, a las regiones naturales sometidas al saqueo y la sequía, Lélia empezó a organizar los archivos fotográficos de Salgado y a establecer contactos con la prensa y los museos del mundo interesados en aquel material. Cercana a mucho fotógrafos, luego dirigió por dos años la Agencia Mágnum; manejó la obra de artistas jóvenes como promotora independiente, y organizó por cuatro años un festival de foto llamado Festival Isla de la Reunión, en un sitio cercano a Madagascar. Aquel célebre proyecto de Salgado sobre los Trabajadores, que ha recorrido buena parte del mundo, hizo que Lélia encontrara un camino que le apasiona: la edición de libros de foto. Es la encargada de todas las publicaciones del profesional brasileño. ¿Qué es un libro de fotografías? Es un objeto bello donde están juntas, hoja por hoja, imágenes que te pueden generar emociones y conclusiones. En un libro cuentas una historia. Cada foto es importante pero no independiente y debe estar bien hecha y bien editada para ser eficaz. Trabajo mucho para cada libro, me voy hasta las máquinas de impresión pero antes saco montones de imágenes, pongo música, bailo, miro, y entonces busco una secuencia para hacer que la historia crezca. Trabajar con Salgado, manejar sus imágenes y además vivir con él, su prestigio, su nomadismo y éxito, no la altera. "Debe ser tan difícil como vivir con un empleado de banco. Je. Hay meses, horas y minutos en que me molesta que siempre me mantengan ligada sólo a él. En casi todas las conversaciones me dicen: ¡Ay! Me encanta el trabajo de tu marido. ¿Y tú, qué haces? Yo contesto siempre: Yo tricoto (yo tejo), y me los quito de encima porque en general la gente es haragana y no ve en los créditos de las exposiciones y de los libros que yo trabajo mucho al lado de Sebastiao. Pero una se divierte y se adapta. Yo me tuve que asumir durante años como una mujer casada, casi siempre sola por los viajes de él, con dos niños que cuidar y además con trabajo afuera de la casa. Pero con el tiempo me ha resultado fácil trabajar con Sebastiao porque hablamos todo el tiempo. Me platica de las maravillas y de las dificultades de cada reportaje, de cada viaje. A veces discutimos porque si una imagen tiene gran sentido emotivo para él, no va a un libro si a mí no me dice nada y siento que en medio de otras fotos no se acrecienta. Si él logra convencerme, estamos de acuerdo", cierra entre risas "la Mano Verde" que combina sus pasiones entre las fotos, la música clásica y brasileña, la pintura que hace de a ratos y su labor de jardinería.
Noé
Morales Muñoz
Lo que nos
haría falta sería una capacidad más universal para
descubrir la belleza en todo, hasta en los objetos de pésimo gusto Witold Gombrowicz
En su introducción a la compilación Teatro polaco contemporáneo, editado por El Milagro y Conaculta, Ludwig Margules pondera la importancia que el teatro ha tenido para el pueblo polaco desde tiempos más que remotos. En medio de los conflictos fratricidas, del avasallamiento moral y militar por parte de rusos, suecos y prusianos, de la hecatombe nazi, el fenómeno escénico se ha constituido uno de los pocos escaparates para vociferar una nacionalidad muchas veces sojuzgada, acallada y reprimida. Es en gran medida por todo ello (porque ha de sumarse una sensibilidad y capacidad expresiva poco comunes) que la tradición teatral polaca encuentra la solidez y riqueza que apuntalan los trabajos de teóricos como Kantor o Grotowski (quien alguna vez haya tomado un curso de actuación recordará este último nombre), y las obras de autores como Maciag y Glowacki, entre muchos otros. Entre estos "muchos otros" caben, como en todos lados, aquellos que el stablishment decide relegar por motivos de justificación diversa y origen unívoco: la torpeza. La aún más convulsionada Polonia de la posguerra no fue la excepción a esta regla en el caso específico de Witold Gombrowicz, uno de los más brillantes y menos revisados escritores del siglo XX. Una breve travesía por sus Diarios bastaría para deducir que el autor de Trasatlántico es dueño de una biografía tanto apasionante cuanto enrarecida. Exiliado casi por accidente en Buenos Aires durante treinta y cuatro años, excluido de las camarillas literarias de cualquier lugar del mundo, desconocido universal salvo para los opositores al gobierno polaco y los pocos fieles que lo secundaron en la peña de un cafetín de Dock Sud, Gombrowicz profetizó el absurdo años antes de Esperando a Godot, creó una narrativa poderosa por su humor corrosivo, se despidió de sus discípulos sudamericanos al legendario grito de "¡Maten a Borges!" y se dio tiempo para incursionar fugazmente en la dramaturgia. Su obra más emblemática, Ivonne, princesa de Borgoña, incluida dentro de la citada recopilación efectuada por Margules, acaba de estrenarse bajo la dirección de Sylvia Ortega en el Teatro Helénico. Recogiendo la estafeta de Jarry, Gombrowicz presenta una farsa de humor negrísimo y cruel, una inclemente sátira de las clases gobernantes y de los mecanismos (desde las apretadas reglas del protocolo hasta lo arbitrario e hipócrita del sistema de sucesión) de quienes detentan el poder. El ocioso y narcisista príncipe Felipe (Mauricio Isaac), hastiado por el lujo y lo adormilante de su rutina palaciega, decide emprender la búsqueda de algo que contrarreste su tedio. El azar lo sitúa frente a Ivonne (Carolina Valsagna), una chica que a su condición pedestre suma una característica desesperante: no emite palabra alguna. En un arrebato, el príncipe decide comprometerse en matrimonio con la inefable plebeya, capricho que despierta la consternación de sus padres y de la nobleza entera. Más cercano al absurdo situacional (a la manera de Beckett) que al absurdo comunicativo o del lenguaje (la línea de Ionesco), Gombrowicz trenza tres actos de exquisito y despiadado sarcasmo, en el que la figura de Ivonne, amén de ser blanco de cualquier cantidad de vejaciones y atropellos, se convierte en el espejo y detonante que desenmascara la retorcida personalidad de quienes se esconden tras una fachada de bonhomía y generosidad. La lectura que efectúa la directora Sylvia Ortega deja lugar a dudas, siendo la principal su abordamiento de la figura del protagonista. Manejando a Felipe como quien vive una epopeya de identidad existencial, Ortega pasa por alto que la fuerza de la sátira de Gombrowicz radica en gran parte en el perfil irritantemente superficial del personaje. Sin sugerir que se trate de una personalidad plana y carente de matices o motivaciones, resulta evidente que el príncipe se mueve impulsado por el capricho, que conoce de antemano lo estéril de su supuesta rebelión, que si ha decidido comprometerse con el adefesio en cuestión es por un asunto de frivolidad. Ciertos pasajes resultan ilustrativos: el príncipe decide cambiar su vida a raíz de lo que lee en el horóscopo de un diario, aporta frases como: "No cabe duda que uno nunca conoce su verdadera superioridad hasta que conoce a alguien muy inferior"; es tan voluble como el que más. Al presentarlo tan hondamente conflictuado y, por momentos, muy cercano a un tono melodramático, la parodia que el autor pretendía se disuelve y se queda en un muy rudimentario bosquejo de lo que originalmente fue. Es por estas mismas razones que tampoco se entiende del todo el uso del pordiosero no como hombre negro, sino como una significación de la conciencia de los afectados por la irrupción de Ivonne en la realeza. Lo anterior, sumado a un rendimiento disparejo por parte del elenco (con trabajos logrados como los de Erando González y Talía Marcela como los reyes y de Valsagna como Ivonne; y otros más que discretos como los del propio Isaac y de Manuel Sevilla como Cirilo), refuerzan la idea de que hace falta explorar muchas vertientes de un texto que se percibe vigente en estos tiempos de cambio sin cambio. |
Los comedores de vocales Uno de los placeres más inesperados que ofrecen los viajes por la República Mexicana son los hallazgos lingüísticos. No se necesita ser un experto para apreciarlos; a veces lo que hace falta es un traductor. Por ejemplo, si uno viaja a occidente y pasa más de un mes en Guadalajara, es probable que llegue convertido en un fanático de las Chivas o del Atlas y diciendo cosas rarísimas, como que hay "bien mucha sopa en la olla", con un acento que se parece al norteño, pero mucho más suave. Para mí, como para la mayoría de mis conciudadanos, "estar alucinando" significa estar muy perturbado; en Jalisco significa algo así como estar extasiado, lo que hacía las conversaciones con mis amigos tapatíos un poco caóticas. Las tortas por allá se llaman "lonches". A los bolillos los llaman "birotes" y el chilango que quiera disimular su origen y pasar inadvertido, hará muy mal en pedir una quesadilla de sesos o de papa, porque para los tapatíos las quesadillas son de queso, e ignorarlo es un signo de barbarie; una falta de educación tan terrible como irle al América. En Michoacán los diminutivos terminan en "illo". La gente tiene chiquillos en lugar de hijos, perrillos en vez de mascotas y las ciudades pequeñas son pueblillos. En el norte hay un sinfín de palabras en inglés que los norteños conjugan hábilmente en español, como "parquear" en lugar de estacionarse y otras muchas que escandalizan a los puristas del español. Casi todos podemos identificar a la gente de la costa porque, como los cubanos y los andaluces, se comen las eses y tienen una capacidad endiablada para mentar madres hasta en la conversación más inocua. A los yucatecos los reconoce cualquiera porque el acento del sureste es inconfundible, y su español está aderezado con una maravillosa mezcla de arcaísmos y palabras en maya. Para un yucateco la banqueta es la "escarpa", el coche es un "auto", el volante "la guía", la llanta "el caucho". Los raspados se llaman "granizados" (hay un sabor de raspados que junta lo exótico del nombre con lo delicioso del sabor: el de crema morisca) y el refresco "la soda". El refrigerador es "la nevera", estar borracho es estar "mamado" (que para nosotros, en el df, significa ser musculoso), el traje de baño "la calzonera" y la alberca "la pila". El ombligo es el "tuch", la axila el "xic", estar calvo es "estar colís" y ser cursi es ser "cuch". Las abuelas son las "chichís", y las mariposas negras se conocen con el sonoro nombre de "xmajaná". Las mentadas de madre generalmente se gritan en maya: "pelaa ná". Hay lugar para las confusiones zoológicas, pues los zorros para los yucatecos son una especie de tlacuache con el rabo pelón, lo más distinto a un zorro que usualmente uno ha visto sólo en la televisión en programas que suceden en Inglaterra que se pueda imaginar. Una vez sostuve una conversación muy reveladora con un zapatero de Valladolid, que insistía en que el maya se parece mucho al inglés. Me dio este extraño argumento: ¿Sabe usted que la palabra "kiss" es "beso" en inglés? preguntó. Sí contesté con cierta inseguridad. Pues "kis" es pedo en maya exclamó triunfante. Yo ya no supe qué decir. Los yucatecos dicen "lo busco, lo busco y no lo busco", por "lo busco, lo busco y no lo encuentro". También "presté" por "tomar prestado". El verbo "negocear" en el sureste es una especie de comodín que se usa cuando a uno se le olvida qué quiere decir. Así, "negocéame el cierre del vestido" es "súbeme el cierre", y "negocea el aparato", es "prende el radio". Pero los chilangos no cantamos mal las rancheras. En primer lugar, a cualquier parte adonde haya ido, la gente se da cuenta inmediatamente que soy del df por el cantadito. Si no sabemos cuál es, pues hay que oír con cuidado a Resortes, o en su defecto, a cualquier ejemplar de la clase acomodada capitalina. Además, y eso dio lugar al malentendido que contaré, nos comemos las vocales. Un día, hace ya años, pedí una medicina a la farmacia. El diligente señor D., el repartidor, llegó en su bicicleta, muy compungido. Iba oyendo las noticias en su radio portátil y traía puestos los audífonos. Me dijo: Matarn a Selnn. Yo oí Salinas, y pensé en Carlos Salinas, el ex presidente. ¿Cómo? pregunté con un hilo de voz, pues ya me imaginaba unas cosas terribles; venganzas entre priístas, balaceras, yo qué sé. ¿Qué no estaba en Dublín? No. Fu n Estds Unds. En Crpus Christi. Huy. ¿Y qué hacía allí? Pss no sé. Per cantab bin bonto ¿Cantaba? me imaginé a Salinas cantando "El rey" ante una cuadrilla de matones. Este diálogo delirante siguió unos minutos más; yo con taquicardia y fantasías de represión policiaca contra toda la izquierda aunque no tuviera vela en el entierro y el señor D. con los ojos arrasados, hasta que caí en la cuenta de que quien había muerto era Selena, la cantante tex-mex. Y así supe que los capitalinos poseemos
ciertas e inconfundibles peculiaridades lingüísticas. No sabemos
negocear
bien las vocales.
Luis
Tovar
De la censura
y otras pendejadas (II) Usted quiere ir al cine y abre el periódico en las páginas de la cartelera para ver qué películas hay, a qué hora comienzan y en qué cine están. Mira los desplegados que cada cinta en particular ha pagado para promocionarse y luego de sopesar, incluso a nivel inconsciente, se decide. Esta decisión es sencilla sólo en apariencia, y la forma en que se ha planteado en el párrafo de arriba corresponde al esquema en el que usted, como parafraseando el título del último disco de José Manuel Aguilera, está pensando en ir al cine solo. Pero pongamos que no tiene planeado ir nada más acompañado de su alma y, quizá, de su sombra, sino que la ida al cine incluye a un amigo o una amiga. También en ese caso no habría mayores complicaciones, pues muy probablemente su acompañante no pondrá objeción alguna a la película que usted ha elegido. Pero enrulemos un poco más el rulo e imaginemos que su amigo o amiga le pide que también lleven a alguien más. Ya puestos a imaginar, digamos que ese alguien más es menor de edad y démosle algunos atributos: se trata de una mujer de diecisiete años, nada chaparra, cuyo rostro no propone ninguna edad en particular y de la cual nadie que no la conozca diría que se trata de alguien que todavía no puede obtener su credencial para votar. Así pues, ustedes tres van a uno de los muchos malls con cines incluidos, se acercan a la taquilla, usted pide boletos para ver, digamos, La pianista. En ese momento se apercibe de que a la hora de elegir película no se fijó en la clasificación que se le ha asignado. Voltea a ver a sus dos acompañantes, de nuevo a la taquillera, que está esperando, todavía mira a las personas que están formadas detrás de usted y rápidamente especula si existe la posibilidad de que a la mujer de diecisiete años nada chaparra no la dejen entrar porque La pianista fue clasificada como "C". Decide tomar el riesgo y pide tres boletos. Cuando entregan los boletos para entrar a la sala no hay ningún problema; usted y sus acompañantes pasan sin novedad, eligen sus butacas y, como han llegado relativamente temprano, esperan a que llegue la hora de que las luces se apaguen y comience la retahíla de anuncios comerciales y avances de las siguientes películas. Entretanto usted, que cargó con su periódico, lo abre de puro ocioso, y quizá un poco también porque mientras estuvo frente a la taquilla pensó en volver a mirar la cartelera, esta vez fijándose bien en la clasificación de cada película. Descubrimientos
Pero un minuto más tarde, poco antes de que la película comience, recuerda que en alguna de las inserciones de prensa vio una serie de letras que no formaban parte de los créditos de la película ni de los panegíricos que suelen acompañar la promoción de una cinta. De nuevo abre su periódico y ve que sí, en efecto, algunos de los anuncios incluyen una tira de letras con una brevísima explicación de lo que quieren decir. Como las luces han comenzado a disminuir, apenas alcanza a ver que una "S" representa "sexo explícito" o algo así, que una "L" se refiere a "lenguaje soez", que una "D" signa la advertencia de "uso de drogas", que una "V" quiere prevenir a las buenas conciencias de que en la película a ver hay "apología de la violencia"... Y hay más letras. Ya en plena penumbra, le parece que son aproximadamente seis o siete, quizá más, y con el rabillo del cerebro alcanza a pensar que ojalá no la haya regado entrando a ver La pianista con una mujer de diecisiete años, que podrá no ser nada chaparra y cuyo rostro no revela que todavía no puede obtener su credencial para votar. Se preocupa porque no la conoce en absoluto y, por lo tanto, ignora si la película será adecuada para ella, si se sonrojará al mismo tiempo que usted, a dos butacas de distancia, espera igualmente sonrojado que su acompañante lo mire con azoro y quizá hasta con un poco de indignación en caso de que la pantalla comience a llenarse de carnales protuberancias y deyecciones que para muchos sólo son pertinentes cuando no rebasan el ámbito de lo privado, o bien si el espacio de la sala será inundado por una larga serie de desahogos verbales con forma de exabruptos, o si la pantalla ofrecerá la ya muy típica escena de un individuo polveándose la nariz y no precisamente con Angel Face, o fumando hierbas de las que Philip Morris sí vendería si fueran legales, o liándose a trompones con otro u otros individuos en una escena violenta de ésas que son nada comparadas con la violencia de verdad que puede verse nomás con encender una televisión a la hora y en el canal que sea... Pero la película ya está por comenzar y, como usted no sabe de La pianista casi nada, siente cernirse sobre su conciencia la posibilidad de que, por su culpa, por su culpa, por su grande culpa, una mujer de diecisiete años, nada chaparra, comience cinematográficamente un camino que, de acuerdo con los criterios de quienes clasifican películas sin que nadie les pregunte o se los haya pedido y que se escudan en una inserción publicitaria, bien puede ser de perdición. Marcela
Sánchez
Lucas, Benjamín
y Antonio
Lucas Lucán es un bailarín atrapado en las calles de la ciudad. En su ir y venir, las señales de tránsito se convierten en las directrices que le indican los pasos de ballet que debe ejecutar. Un trabajo extenuante que Lucas asume en su afán de bailar. Víctima del criterio torpe e inhumano de la academia, Lucas se burla con acidez del criterio deformado de muchos maestros que pasaron por su vida. Lucas Lucán, obra de Antonio Salinas, es una parodia de la vida de un bailarín que sólo encuentra el colapso total como pago a su obsesión. Lucas, alter ego de Antonio, incursiona con su cuerpo a través de un código irrepetible y personal que deja fuera cualquier parámetro referencial de la danza clásica o moderna. Más que nadie, Lucas es Antonio, o viceversa, porque Antonio, como Lucas, es dueño de un trabajo corporal singular que ha logrado por medio de las llamadas técnicas posmodernas de: Merce Cunningham, Paul Taylor, Twyla Tharp, Trisha Brown o Meredith Monk. Antonio ha tomado la parte conceptual de aquellas propuestas en las que el comportamiento corporal y escénico es más importante que la técnica misma; el bailarín busca la manera de enfrentar al movimiento para hacerlo suyo, personal, y así, desbloquear el cuerpo. Sin embargo, Antonio ha entendido a través de su experiencia que la técnica clásica no está reñida con ninguna otra, porque los principios son los mismos, lo que importa es la calidad energética con que se asume el movimiento. La inquietud de Antonio también lo condujo a las más diversas búsquedas: estudiar actuación, tomar cursos de voz, aprender el manejo de títeres, practicar la mímica, experimentar con su cuerpo los centros de gravedad de los que habla Eugenio Barba, estudiar el abordaje emocional de los objetos, cuyo aprendizaje mayor confiesa haberlo obtenido durante la puesta en escena de Llenando el vacío de Alicia Sánchez. Pero Antonio también es otros personajes. Basta un cambio de tiempo y lugar. Benjamín duerme apaciblemente bajo las sábanas. Sus ronquidos y ruidos nocturnos perturban la tranquilidad del espacio. Suaves, las sábanas suben y bajan al ritmo de su respiración. El ruido estridente de un despertador provoca que Benjamín salte de la cama en un brinco que lo suspende en el aire por unos segundos. Como si una mano divina lo poseyera, inicia una serie de movimientos que no terminan hasta volver a la cama en un acto humano cotidiano y común: la flojera. Pero él sólo sueña su despertar, luego, sueña que sueña, como en un juego de espejos. Sin embargo, la cruel realidad pronto lo alcanza. Los testigos que hemos penetrado al mundo de Benjamín nos damos cuenta de que su espacio está compuesto por entero de papel periódico, porque su oficio es el de repartirlos. A lo largo de su día, vemos un papel periódico que se convierte en regadera, en esponja, en toalla o en despertador, o que la cama se convierte en motocicleta. No sabemos si nuestro repartidor transforma el papel en distintas cosas o si éste tiene la capacidad de metamorfosearse de un momento a otro. A pesar de vivir rodeado de este periódico mágico, Benjamín también sufre la vida y, como cualquiera, enfrenta la ponchadura de una llanta. La diferencia estriba en que él es dueño de un trozo de papel periódico que se convierte eficazmente en una bomba de aire. Aburrida labor la de repartir periódicos; uno a uno, los periódicos vuelan por el aire hasta que uno de ellos decide no salir más de las manos de Benjamín y atrapa a nuestro inocente repartidor en un interminable y vertiginoso movimiento. Atraído fatalmente por el mundo de las noticias (manifestaciones, discursos políticos, asaltos, guerras y muertes), Benjamín sigue sufriendo por su cruel destino y materialmente es engullido por el periódico. Nuestro repartidor se transmuta, para siempre, en medio de una danza frenética, en un monstruo de papel. Teatro, danza, gestualidad, cómic, caricatura, todo ello convive en un espectáculo donde el género poco importa. Benjamín también es Antonio Salinas, o viceversa, y sea quien sea consigue atraparnos en un espacio creado tan sólo con su cuerpo y un papel periódico. Un mundo cómico y alucinante que podemos identificar como parte de nuestra vida cotidiana. Antonio Salinas lo crea burlándose de sí mismo y lo hace bailando, porque sin duda nació bailando; de otra manera no podemos entender cómo hace lo que hace. Los niños gozan de Las casualidades de Benjamín todos los sábados y domingos del mes de marzo, en la sala Miguel Covarrubias. Al final de la función algunos piden más, otros afirman sin titubeos: "Cuando sea grande pienso traer a mis hijos a este teatro." Elogios de un público exigente. Sin embargo, el trabajo de Antonio Salinas merece ser visto por todos. Etiquetarlo en un ciclo infantil es encerrarlo en una categoría a la que no pertenece de manera exclusiva. |