Fernando del Paso
Religión y educación/ III
La Iglesia en México
La historia de la Iglesia en el mundo, o en cualquier
país en particular, merece que se dedique un espacio considerable
a aquellos que la han ennoblecido con su generosidad y amplitud de alma,
su bondad, su amor, sus sacrificios. Así, en México, defensores
de los indios como Las Casas, Antonio Alcalde y Vasco de Quiroga y desde
lejos, desde la Universidad de Salamanca, Francisco Vitoria, que hicieron
más llevadera la onerosa carga de los vencidos, entre los cuales
abundaban los indios que no deseaban irse al cielo, porque allí
se encontrarían, como en la tierra, con los españoles, en
tanto que historiadores como Sahagún y Clavijero se encargaron de
reivindicar los valores culturales prehispánicos. La brillante labor
de otros eclesiásticos, como la de Diego de Landa y la de Juan de
Zumárraga -inquisidor apostólico durante seis años-,
se vio empañada por su fanático celo contra lo que consideraban
idolatría.
Hechos
que es necesario tomar en cuenta: la expansión y consolidación
de la Iglesia durante la Colonia. Después, ya iniciada la guerra
de Independencia, la orden de la Constitución de Cádiz, parcialmente
vigente en nuestro país, en el sentido de que el catolicismo sería
la religión oficial de México a perpetuidad. La ratificación
que de esto hizo el Congreso Constituyente de 1823, ya consumada la Independencia.
La Reforma de Gómez Farías de 1833, que entre otras cosas
tenía el propósito de excluir al clero de la instrucción
pública. La intransigencia de la llamada Constitución de
las Siete Leyes, de 1835, en la que se estableció que la nación
mexicana no toleraría el ejercicio de ninguna otra religión.
Y, en fin, la Reforma juarista con todas sus implicaciones, entre ellas
la separación de la Iglesia y el Estado, la educación libre,
la libertad de cultos y el registro civil. Se haría una relación
de los conflictos entre la Iglesia y los liberales a través del
siglo xix, así como de la ruptura entre el imperio de Maximiliano
y la Santa Sede. Seguiría a esto un análisis de la Iglesia
en el porfiriato y durante la revolución y después de ella,
en una época en que varios delegados apostólicos fueron expulsados
del país, hasta llegar a las reformas salinistas, que incluyeron
la reanudación de relaciones diplomáticas entre nuestro país
y el Vaticano.
Sobra decir que se estudiarán las opiniones de
detractores y apologistas de Juárez, a fin de que cada alumno se
haga un juicio propio de este personaje. Para ello, no sobrará hacer
un repaso de los antecedentes europeos de la separación de la Iglesia
y el Estado, y recordar que Juárez, hasta donde yo sé, nunca
renegó de la fe católica. Por último el tema de la
Cristiada. Pienso que será fácil ponerse de acuerdo en lo
absurdo e inaceptable de las leyes que prohibían las procesiones
callejeras y el uso de hábitos sacerdotales y monjiles en público,
pero que otros aspectos de la llamada persecución religiosa y la
respuesta rebelde armada de los soldados de Cristo Rey se prestan para
debates enconados. En este caso, se podría pensar en polémicas
de expertos, televisadas, en circuito cerrado, transmitidas en los planteles
respectivos de toda la nación, que serían dirigidas por moderadores
que hicieran justicia a su título, esto es, que de verdad sepan
moderar los ánimos y la más que probable exaltación
de los participantes.
El culto mariano
Apenas pasado el siglo en el que se inició la emancipación
de la mujer, creo que es necesario referirse al desprecio absoluto a la
mujer que parece ser el denominador común de la mayoría de
las religiones. No se escapa la hebrea, cuya feroz misoginia fue heredada
por el cristianismo, como desde un principio lo confirma uno de los personajes
más grandes de la Iglesia, San Pablo, en los versículos 11
y 12 del capítulo 2 de la Primera Epístola a Timoteo: "La
mujer aprenda en silencio, con toda sujeción / porque no permito
a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar
en silencio".
Sin que esta misoginia haya desaparecido, como es evidente,
parece haber sido atenuada por los católicos, al crear, para la
tranquilidad de su conciencia, el culto mariano. El erudito estudio de
Juan G. Atienza, al que antes nos referíamos, nos da la oportunidad
de conocer la historia de esa devoción, profundamente arraigada
y conocida también con un nombre que rechazan de manera rotunda
los católicos: la mariolatría. Sería interesante señalar
que algunos pensadores aducen que el culto mariano, agregado al de los
santos, le quita al catolicismo el carácter de religión monoteísta.
En lo que a su historia se refiere, Atienza nos señala que apenas
en el siglo vi comenzó a conmemorarse en Jerusalén la Dormición,
o Tránsito de María, y que no fue sino 500 años más
tarde que se consolidó el culto a la Virgen en Occidente, mismo
que tuvo un primer auge en los siglos xii y xiii, coincidente con las Cruzadas
y la reforma cisterciense. Se introdujo así, en la religión
católica, el elemento sagrado femenino que, afirma Atienza, la ortodoxia
paulina jamás habría aceptado. Desde entonces, la Virgen
María "arrastra más multitudes que el recuerdo de su hijo".
Así, y al igual que en otras épocas que se pierden en la
noche de los tiempos, "la sacralidad se desplaza de la energía fecundante
del sol, a la silenciosa capacidad generadora de la tierra". La actitud
de las autoridades eclesiásticas respondió a la aclamación
popular. Vemos así que el culto a María no surge del seno
de la Iglesia: nace en el corazón del pueblo, pero, al aceptarlo,
la Iglesia rescata de paso el dogma de la virginidad de María, y
aquel que la liberaba del Pecado Original, proclamados por la Iglesia en
el 431 y en torno al año 1000, respectivamente. Como sabemos, no
fue sino hasta 1950 que el Papa proclamó como dogma la Asunción
de María, o en otras palabras, su milagroso ascenso al cielo, en
cuerpo y alma. La palabra "Ascensión" se reserva para Jesucristo,
el Hijo de Dios. Pero, por otra parte, las Sagradas Escrituras mencionan
otras asunciones en cuerpo y alma: la del patriarca Enoc y la del profeta
Elías, en tanto que la de Moisés queda en duda, y los musulmanes,
como dijimos, mencionan una asunción temporal, en vida, de Mahoma.
Más adelante, Atienza analiza la presencia de María
en los cuatro Evangelios o Tetramorphos. En San Mateo, sólo en una
ocasión se menciona la palabra "virgen", al citar el versículo
124 del capítulo 7 de Isaías: "He aquí que una doncella
ha concebido y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel".
Por lo demás, apenas si San Mateo se refiere a María en dos
o tres ocasiones. San Marcos, por su parte, jamás la nombra en su
Evangelio. San Juan se limita a hablar de ella sólo dos veces: en
las bodas de Caná, y en el Calvario. Y es sólo San Lucas
quien, para decirlo con las palabras de Atienza, ofrece "un hermoso desagravio
a la madre de Jesús". En efecto, en su Evangelio la nombra como
"Virgen" en lo que a la concepción de Jesús se refiere, si
bien más adelante habla de la madre "y los hermanos" de Jesús
?otros hijos que Lucas le adjudica a María?, la califica de bienaventurada,
y la hace entonar el cántico que se conoce como el Magnificat,
cuya autoría es adjudicada por la leyenda al propio San Lucas, y
para el cual han compuesto música Palestrina, Marenzio y Bach, entre
otros. Cabe aquí recordar que, tras haber sido dedicada la ciudad
imperial de Constantinopla, según algunos historiadores, a la Virgen
María, un grupo de conversos árabes de la secta llamada de
los "colyridianos", comenzó a adorar a María con los ritos
y creencias que antes se habían dedicado a Astarté, antigua
reina de los cielos de los fenicios, y que fue necesaria la intervención
de San Epifanio, para frenar lo que se había transformado en verdad
en mariolatría al indicarles que a la Virgen se debía rendir
el culto de "hiperdulía", es decir, una veneración mayor
que a los santos, pero menor desde luego que la debida a la Santísima
Trinidad, a la cual María no pertenecía, ni pertenecería
jamás, si bien algunas sectas heréticas antiguas llegaron
a considerarla como la Tercera Persona. Atienza nos recuerda que la figura
de María, la Virgen Madre del Salvador, "tiene un protagonismo considerablemente
mayor y más significativo en los textos apócrifos que en
los canónicos oficiales". Es en ellos, como antes habíamos
mencionado, que figura la presentación de María en el templo,
y su asunción a los cielos en cuerpo y alma, y no en los que conocemos
como los cuatro Evangelios. Cabe recordar aquí lo que antes señalábamos,
y es que los mahometanos aceptan la virginidad de María.
No estará por demás echar una ojeada sobre
la historia de las apariciones de múltiples vírgenes, cuyo
número, tan sólo en España, supera el centenar. Por
su parte, es evidente que en un programa de estudios sobre la historia
de la religión no puede faltar el tema de la Virgen de Guadalupe,
cuyo primer santuario, como sabemos, se erigió en el monte donde
se adoraba a la diosa Tonantzin. La importancia de la guadalupana como
símbolo de la identidad mexicana; su empleo como imagen unificadora
(el cura Hidalgo enarboló su estandarte como bandera de la insurgencia,
y dio lugar así, entre otras cosas, a la guerra de las dos vírgenes,
ya que los realistas acudieron a su vez a la imagen de la Virgen de los
Remedios -como nos lo recuerda mi distinguido colega el filósofo
Luis Villoro-) son, desde luego, temas insoslayables, así como la
gigantesca dimensión que ha adquirido su culto en nuestro país.
No se olvidará tampoco que el primer presidente de México,
Félix Fernández, cambió su nombre por el de Guadalupe
Victoria. De gran interés también, aunque esto debe tratarse
con sumo cuidado y respeto, las polémicas sobre la autenticidad
de las apariciones. Cabría mencionar, al menos, el desacuerdo del
eminente historiador, filólogo y lingüista católico
mexicano Joaquín García Icazbalceta, y el célebre
discurso del ilustre mexicano fray Servando Teresa de Mier -cuya increíble,
fantástica vida aventurera merecería ser objeto de una o
dos clases-, quien el 12 de diciembre de 1794 en presencia del virrey,
el arzobispo de México y los miembros de la Audiencia, puso en duda
las apariciones de la Virgen de Guadalupe -lo cual le valió 10 años
de destierro en Santander-, para no hablar del abad Schulenburg, cuyas
declaraciones sobre la inexistencia de Juan Diego fueron objeto, por razones
de todos conocidas, más que de debate, de ludibrio. La canonización
de Juan Diego, sin duda, acentuará el interés sobre este
tema, y al mismo tiempo podemos prever que lo hará más delicado
de tratar.
No estaría por demás que los estudiantes
supieran que Guadalupe es un vocablo árabe que según entiendo
significa "río de lobos", que en la villa de Guadalupe, en Cáceres,
España, se venera desde el siglo xiii otra Nuestra Señora
de Guadalupe, cuya imagen fue hallada por un pastor, y que en un templo
de la ciudad de Tlaxcala existe la devoción de una Virgen de Guadalupe
muy diferente a la que conocemos, que se apareció a un Juan Diego
distinto al que se le apareció la virgen del Tepeyac.