Más sobre Clavellero
Lumbrera Chico
A mí también me tocó el corazón la carta de Sergio López Menéndez, lector de este diario que, en El Correo Ilustrado (sábado 9 de marzo), manifestó su indignación por la muerte del toro Clavellero, de la ganadería de Barralva, asesinado a balazos durante la última corrida de la temporada menos chica 2001-2002, en la Monumental Plaza Muerta (antes México). Es inadmisible que una fiera sea tratada con semejante cobardía, sobre todo en el coso más importante de América Latina, donde, teóricamente, se cuenta con los recursos necesarios para impedir tal barbaridad.
Los toros bravos son animales privilegiados: nacen en cuna de seda, crecen sobreprotegidos, reciben la mejor alimentación del campo mexicano y desarrollan su musculatura y su cornamenta bajo estricta supervisión técnica. Salvo los caballos de carrera y los perritos de las Lomas de Chapultepec, ninguna otra bestia es tratada con tantos mimos. Los gallinas, las vacas lecheras, los novillos de engorda, los cerdos y todas las otras bestias que nos comemos a diario pagarían lo que fuera por tener el trato que suele darse a los toros bravos.
Pero mientras gallinas, vacas, novillos y cerdos mueren en un rastro al principio de una cadena industrial que los devora, los toros bravos tienen la oportunidad de pelear y salvar su vida cuando son extraordinarios. Los animalistas que luchan contra las corridas olvidan que si éstas fueran abolidas los toros bravos dejarían de existir, pues ya no habría razones para criarlos, no sólo porque son muy caros sino porque ocupan inmensas extensiones de tierra. Por lo tanto, quienes deseamos la preservación de su especie sabemos que ésta depende de la continuidad de la fiesta, que por otra parte es uno de los tesoros culturales de nuestro país.
La muerte de Clavellero a balazos, enfurece porque significa un atentado contra la fiesta brava, esto es, contra la cultura y la tradición. Si la Plaza Muerta estuviera en manos de un humanista -como debería de ser, porque al fin y al cabo es un museo vivo en muchos sentidos-, Clavellero habría sido apuntillado en el redondel, después de ser derribado con sogas y caballos. Pero la México -esta columna lo ha repetido hasta el cansancio-, está en poder de un gangster que odia la fiesta, la cultura, la historia y la tradición. Y los gangsters, cuando se encuentran en situaciones extremas, todos lo sabemos, suelen resolver sus problemas a tiros.
Tras el desdichado episodio de la última corrida, y en una acción que parece obra de la Comisión Taurina del Distrito Federal, "renunciaron" a su cargo los tres jueces de la Plaza Muerta: Heriberto Lanfranchi, Manuel Rameros y Ricardo Balderas. Esta columna no puede sino expresar el 66.66 por ciento de su beneplácito, porque hace rato venía demandando el recambio de los dos primeros "representantes" de la ley. Lo que no se entiende, ni se explica, es la defenstración de Balderas, un hombre que durante muchos años hizo carrera en el biombo como asesor de juez y que en sus primeras actuaciones había observado una conducta digna, sobria y aceptable, con todo y el rabo al Juli.