Olga Harmony
Ivonne, princesa de Borgoña
Presentada hace algunos años en teatro universitario por Faustino Pérez Vidal y por Martha Luna, en la Universidad Veracruzana, esta obra -editada y conseguible en la Antología de teatro polaco contemporáneo que Ludwik Margules formó para Ediciones El Milagro- fue elegida por Silvia Ortega para su primera dirección formal y producida por Eduardo Calderón, a quien debe acreditarse el riesgo que corre apoyando a directores y directoras noveles, algunos de los cuales sin duda enriquecerán la escena mexicana. Witold Gombrowicz es un extraño ejemplo del autor iconoclasta, alejado de modas y reconocimientos. Sabido es que publicó Ivonne, princesa de Borgoña en 1935 en su natal Polonia, donde causó gran escándalo, y que llegó a Argentina invitado a la inauguración de una compañía naviera, y allí quedó atrapado al estallar la Segunda Guerra Mundial. Casi desconocido en todo el mundo, surge a la fama cuando en 1967 recibe el Premio Internacional de Literatura -fallado en Salzburgo, por varios importantes editores- por su novela Cosmos, dos años antes de su muerte, ocurrida en Vence.
Si sale de Argentina al grito de ''šMaten a Borges!", en el prólogo a su teatro, que conocemos por la edición española de Ivonne... (Cuadernos para el diálogo, Madrid, 1968), muestra su enojo porque se le quiera unir a ''esos dos nombres malditos", Ionesco y Beckett, que se le presentan como una máquina que lo tritura. Y dice de su teatro: ''Que no es un teatro del absurdo/ sino un teatro de ideas/ con sus medios propios/ sus fines propios/ su clima particular/ un mundo que me es muy personal".
Así, pues, no nos equivoquemos. El autor polaco nos está exponiendo, así sea en la por él muy gustada forma de opereta o de cuento de hadas, su visión de la realidad interna y externa hasta llegar a la más absoluta abstracción, lo que Alvaro del Amo llama su ''objetización del subconsciente". Sabemos del propósito del autor por el resumen que hace para su publicación original en la revista Skamander -y que podemos conocer también gracias a la citada edición española-, de lograr de la informe pasividad de Ivonne una especie de reflejo, por asociación de ideas, de la fealdad de alguna acción pasada del rey, de los poemas de la reina. El príncipe no escapa a esta sensación, sabiéndose la irrisión de la corte, pero no puede terminar con su prometida porque sabe que Ivonne pensará siempre en él: está atrapado en el interior de la desdichada joven.
Gombrowicz, en este mismo resumen, habla de ''bestialidad, salvajismo, absurdo y estupidez (que) aumentan cada vez más". Es evidente que en gran medida su obra fue tachada por ello de obscena. Y aunque la época y el lugar sean muy diferentes, la brutal curiosidad del príncipe hacia su prometida, la sensación de ser -por primera vez y no por su casta- superior a alguien, ofende profundamente. Todo esto debería estar reflejado en la escenificación de la debutante directora Silvia Ortega, quien por desgracia optó por el camino fácil de una estilización no siempre llevada a buen término. En su adaptación, que consiste principalmente en la inserción del mendigo como inútil presentador de lo que vamos a ver, con su desagradable risa -que conservará todo el tiempo en que ejerce la tramoya-, los tonos melifluos, los modales no siempre bien estudiados de todos los personajes -excepto en el caso de Carolina Vasagna como Ivonne y en algún momento de Erando González como el rey-, pueden remitirnos a la externa idea de una opereta. Y podrían aceptarse de no ser por lo sucio de su trazo escénico.
Se podría, dentro de la lógica escénica de la opereta o el cuento infantil, asumir que lo excesivamente frontal de su dirección es un efecto buscado, lo mismo que los tonos falsos y ridículos de los personajes, ya que su protagonista es la única real y creíble de todo lo que ocurre en la escena, efecto subrayado por la simplicidad de su vestido verde agua que contrasta con los púrpuras y rojizos del vestuario intemporal diseñado por Cordelia Dvorak (y que es un acierto que nos habla de un planteamiento muy bien meditado). Por desgracia, los emborronamientos en los grupos de actores que se cubren unos a otros en un trazo muy poco limpio, y lo melifluo de la concepción en todos los personajes, nos alejan de ese brutal salvajismo -excepto quizá en algún momento de la reina interpretada por Talía Marcela- que se apodera de la corte ante la presencia de Ivonne, que es lo que abiertamente pedía Witold Gombrowicz.