Ilán Semo
Mitologías modernas
La política nunca ha sido un dominio de la lógica; tampoco de la racionalidad. Uno podría pensar, por ejemplo, que el público estadunidense rige sus preferencias por el estado de sus bolsillos. O, al menos, que votan por quienes menos los afectan. En teoría, la elección del año 2000 debería haberse inclinado por el candidato demócrata. La presidencia de Clinton coincidió con un auge asombroso de la economía, y más aún, de la economía de esa parte de la población que efectivamente vota. El fraude cometido por Bush fue posible, entre cosas, por el reñido margen de los resultados electorales. Hoy sabemos, gradualmente, que los zapatos y los carruseles no han sido patrimonio exclusivo de la cultura electoral mexicana. La diferencia fue que, por primera vez, en las elecciones de 2000, el conteo electoral se suspendió. Hay quien habla de un golpe de Estado. Tal vez es un exceso. Pero no hay duda de que el candidato republicano se hizo de la presidencia a golpes.
Bush atrajo la votación con la promesa que hoy, en principio, está cumpliendo: hacer del Estado un guardián persecutorio, un búnker que vela por la "seguridad". La tragedia del 11 de septiembre le permitió extender esta modalidad a escala mundial. No deja de asombrar que la mayor recesión de Estados Unidos desde 1929 no sólo no haya mermado su rating, sino que el presidente haya logrado unificar a una opinión pública que hace tan sólo ocho meses se carcajeaba de su patetismo moral.
El 11 de septiembre es todavía una fecha incomprendida. La radicalidad de su simbolismo apenas empieza a entreverse. Marshall Bergman, neoyorquino que vio y vivió la catástrofe de las Torres Gemelas, cuenta cómo lo primero que le vino a la cabeza fue el título de su primer libro: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Cuenta también el azoro producido por el sentimiento de vulnerabilidad. Las primeras impresiones de Paul Auster, que ese día había llevado a su hija a la escuela, lo corroboran: "América siempre creyó que vivía en un mundo inseguro; ahora cree haberlo comprobado".
El mínimo repaso de las mitologías estadunidenses amplía esta visión. Una de las más pertinaces ha sido su tensión apocalíptica con el destino. Sus imágenes nutren, desde el siglo XIX, a la literatura y la pintura, y en el siglo XX, a las taquillas de Hollywood: monstruos que devastan ciudades, plagas que diseminan poblaciones, un día después del holocausto nuclear, Mad Max... Los pájaros de Hitchcock no es, en rigor, más que un relato costumbrista de esa percepción del devenir.
Esa aproximación a la escritura del futuro se ha traducido, en el imaginario estadunidense, en un cúmulo de narrativas de la catástrofe que acecha a la vuelta de la esquina. No casualmente, la única cultura moderna que coincidió con este sentimiento, al menos hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, fue la cultura alemana. Los auténticos discípulos de E.T.A. Hoffman se hallan, en principio y abrumadoramente, de este lado del Atlántico.
Una cultura que pende de la imagen del mundo como un "sitio permanentemente inseguro" vive esencialmente para impedir que "el destino (nos) alcance", otro título esmerado de Hollywood.
Sólo así se comprende ese carácter recurrentemente policiaco que cobra la política en Estados Unidos. Un carácter que escinde al orden político en una esfera de lo normal (lo policiaco) y lo patológico (el terror), para definir las demarcaciones de lo que se halla en el sistema y fuera de él. Una demarcación que ahora, simplemente, se ha extendido al mundo entero. Hay en la recepción de la cruzada contra el terrorismo, en Europa y en América Latina, un elemento de estadunidización de la política.
El patetismo de la retórica moral (el "eje del mal") cobra dimensiones envolventes en esta mitología. También las cobra una política que es capaz de tramitar consensos militares, frente a un silencio interno que recuerda a la primera década de la guerra fría, en uno de los peores momentos que ha vivido la economía estadunidense.