Lourdes
Quintanilla Obregón
el estado de las cosas La estrategia del miedo |
La guerra fría no finalizó con un golpe sino con un lamento, sin vencedores y sin apenas botín. Con una sola superpotencia en pie la democracia avanzaba en lugares inesperados en Sudáfrica gracias a la lucha infatigable de Nelson Mandela, pero también en medio de la anarquía, la delincuencia y las guerras intestinas. La Tormenta del Desierto mató a doscientos mil iraquíes y expulsó a dos millones de kurdos. Los albaneses vagabundean en busca de asilo. Los conflictos parecen interminables en Medio Oriente, Yugoslavia, Irlanda, Afganistán. El horror habita en África; Argelia, Ruanda, Zaire, Uganda, Tanzania se debaten entre odios tribales, intervenciones extranjeras, exterminios masivos. Las guerras limitadas prosiguen y también los homicidios y los atentados, así como la cadena de muertes más o menos voluntarias. El problema de la guerra no es ya la inminencia de la bomba atómica sino que aquélla se extienda al infinito. La onu parece inútil tanto para prevenir como para solucionar nada, mientras los señores de la guerra, aliados con el narcotráfico, azotan a la humanidad. La generosa defensa de los derechos humanos se estrella contra sociedades con escasa o nula reglamentación. El terrorismo se generaliza por lo menos desde 1975, considerado como un año especialmente sangriento. Todo sucede como si los poderes nacionales o internacionales no tuvieran ninguna capacidad para resolver los problemas existentes. En ese contexto, hablar de "fin de la historia" parecía una burla cruel. Ninguno de los conflictos que el socialismo se propuso resolver, tales como la desigualdad, la explotación y la miseria, desaparecieron. Los nómadas de la tierra suman millones. La economía de mercado impuesta por doquier se enfrenta a situaciones que parecen insolubles ante siglos de atraso. Tal parece que la democracia "que llegó hace poco a la humanidad decía Foucault, desaparecerá en la nada de la cual el azar la hizo salir". Los fundamentalismos se exacerban. Si bien se mira, Occidente no supo qué hacer con su victoria. La apología del presente resulta por lo tanto una apología del vacío mientras el desierto avanza y amenaza convertirse en un estado normal. Priva el nihilismo de la indiferencia a todo lo que verdaderamente importa. Si sólo cuenta el presente habría que hacer una seria crítica de lo que nos condujo hasta aquí. No basta el nuevo evangelio del bienestar y del progreso contra la desgracia y el mal que reinan en el mundo. Kissinger dijo, ya hace algunos años, que "nada es peor que lo imprevisto para los hombres de poder". El 11 de septiembre comenzó la "época del terror" y todo lo demás pasó a segundo plano. El miedo se generalizó, a partir de la muerte de miles de personas ajenas a la barbarie de nuestro mundo y de una guerra sin confines, sin enemigo visible y por tiempo indefinido. Hondas heridas abiertas que parece imposible restañar mientras los gobiernos mediocres no van más allá de sus amenazas y de su violencia siniestra. Nos dirigimos, sin brújula y sin estrellas, hacia un porvenir "globalizado" y avanzamos a tientas. El siglo prometéico de la ciencia y la tecnología parece condenado a la humildad de sus ambiciones. El siglo xx, considerado como el peor de todos, nos ha permitido tener la experiencia de la desgracia, y quizá sea por ello que podemos soportar la locura y la muerte. La angustia, la nada, la desesperación pertenecen al vocabulario corriente. Debemos volar por encima de este conocimiento; ir más allá; dar cuenta de las víctimas del azar y de la historia; desenmascarar la soberbia diabólica de los poderosos que sólo oculta su impotencia. Estamos obligados a detenernos ante lo imposible ante la necesidad, como decían los griegos, que obligaba a los dioses y a los hombres; a reconocer nuestros propios límites. El conflicto actual debe permitirnos aprender. Porque la vida sigue y es preciso no olvidar que en el desierto hay oasis, puntos de energía capaces de sobrepasar el vacío. La conciencia extrema de la gravedad de la situación exige espíritu analítico, sentido de la realidad, responsabilidad de las consecuencias de cada acción, palabra, pensamiento. Los caminos unilaterales son siempre caminos de imperfección. Se ha intentado definir al terrorismo como premeditación, motivación política, violencia y víctimas civiles; pero si bien se mira sucede lo mismo con cualquier guerra ilimitada. Habría que intentar mejor definir el terror y desde luego no es fácil porque ha acompañado a la humanidad a lo largo de su historia. El concepto de terror en Kierkegaard es inquietante, pero quizá permita comprender: "El terror es un deseo de aquello que se teme [...] es una fuerza ajena que se apodera del individuo y, sin embargo, es algo de lo cual no puede desembarazarse ni desea hacerlo, por el hecho de que experimentar miedo y aquello que se teme es lo que nos atrae. El terror provoca en el individuo una condición de impotencia y el primer pecado siempre se comete en un momento de debilidad; por lo tanto, no hay quien pueda hacerse responsable, pero ese deseo constituye el verdadero señuelo." Aquí nos encontramos lejos de la razón especulativa, de la acción correcta que se localiza en todo lugar y tiempo, terreno por excelencia de la actividad ética, y entramos al mundo de las pasiones y de los deseos en el corazón de las tinieblas. Deseo de aquello que se teme, fuerza ajena, impotencia, debilidad. Temas que han ocupado la atención de los clásicos de la filosofía y de la política y de los grandes poetas y escritores. El mal es simplemente humano y más temprano que tarde nos encontramos con él. Hay un único camino, sin embargo: separarse de las consignas de la mayoría enardecida por el odio, imponer tercamente a uno mismo y a los otros la incómoda singularidad y la soledad en todas las horas y en todos los momentos. Atreverse a pensar por uno mismo, como quería la Ilustración. Los valores religiosos han permeado las "identidades" de millones y millones de hombres que han creído y creen en la Biblia, el Evangelio y el Corán. El fanatismo se ha exacerbado en medio de la injusticia universal y pretende ser, tal vez, la única reserva de vigor capaz de apresurar el advenimiento incierto de una precaria igualdad. No estamos inmersos, sin embargo, en conflictos religiosos; el respeto profundo que merecen los creyentes de todas las confesiones ha desaparecido a pesar de los discursos sobre la tolerancia que desde hace dos siglos predicaba Voltaire. Convendría leerlo de nuevo. ¿Qué nos espera? "El purgatorio" en la tierra, sumidos en las sombras de los maniqueísmos. Nadie en su sano juicio puede justificar el terrorismo y la guerra. Si Estados Unidos insiste en que "el infierno son los otros" y enarbola la bandera de la libertad duradera para actuar a su antojo en el planeta, no solamente lastima a su propio pueblo sino a todos. La desesperación es mala consejera y el deseo de venganza perpetúa la violencia. La democracia sólo como promesa curativa donde los odios reinan se reduce a una creencia; exige que la esperanza conduzca más allá del terror, exige diálogo y sensatez hoy por hoy ausentes en el mundo. |