Olga Harmony
El destierro
Veinte años después de que José Caballero estrenara esta obra de Juan Tovar, el Departamento de Teatro y Danza de la UNAM le encomienda un segundo montaje, dentro de las celebraciones por los 450 años de que fue fundada la universidad más importante del país. A tanto tiempo pasado, no recuerdo el trazo de esa primera escenificación, pero es muy claro que Caballero es un director demasiado creativo como para repetirse, aunque ahora también respeta los dos planos que el autor pide en su texto. El destierro es sin duda una de esas obras que requieren del público ciertos conocimientos no sólo de la campaña vasconcelista, sino de la pugna intelectual entre la generación de los Contemporá-neos y el nacionalismo posrevolucionario, y de algunas figuras como Novo, Villaurrutia, Gorostiza, Henestrosa, el propio Vasconcelos, Manuel Rodríguez Lozano y, sobre todo, de Antonieta Rivas Mercado y el mecenazgo que ejerció en el Teatro Ulises, las publicaciones de algunas obras de su círculo intelectual o de la formación de la Sinfónica Nacional, a cuyo frente estuvo Carlos Chávez.
Tovar presenta instantes de la vida de esta complejísima mujer, su imposible amor por Rodríguez Lozano, sus aspiraciones de ser ella misma una creadora, su politización al lado de Vasconcelos y esa aspiración a lo superior, a lo absoluto -de la que no era ajeno cierto bovarismo- que la llevará al suicidio antes que aceptar una vida mediocre. En su texto, fuera de algunas ingeniosidades de Novo, los diálogos son muy poco naturalistas y más bien alambicados, como era el lenguaje de esa mujer que se sentía llamada a un destino superior (que de alguna manera cumplió al apoyar las obras de otros, más que con obra propia) y a través de cuyos ojos -y en gran parte debido a las cartas que escribe a su amado Manuel- vemos transcurrir la acción. Tovar intenta, y lo logra, una homogeneidad estilística entre lo que escribiera su protagonista y los parlamentos de todos sus personajes, lo que le resta un realismo que es muy evidente que nunca procuró.
José Caballero acentúa estas posibilidades de la obra en un montaje no realista, salvo algún momento. La escenografía de Philippe Amand logra no dos, sino tres planos con trampillas en el piso, cuatro ventanas verticales en lo alto y una más abajo, con una escalera que es movida por los propios actores -así como el escaso mobiliario y la utilería- para indicar transiciones de tiempo y espacio, lo mismo que la apertura de las ventanas. En este espacio, el director maneja los lugares requeridos en el texto y muchos más, como es ese viaje en el automóvil improvisado por sillas con la tapa de la mesa como volante, mientras dos actores aparecen de una trampilla con luz y ruido de automóvil, en una efectiva escena de obvia teatralidad. O bien pone a los vasconcelistas a dialogar en un tranvía simulado con una barra transversal.
El director subraya la visión de su protagonista al hacerla aparecer desde el principio con la pistola en la mano, antes de que se inicie la acción y en las ridículas narices postizas, con anteojos y bigotes y, francamente de feria, con que se disfraza tanto a Mr. y Mrs. Morrow como a los burgueses en la presentación de la Orquesta Sinfónica, que muestran el desdén que Antonieta -y que así se hace que el espectador comparta- sentía por todos ellos. Menos feliz me parece, en cambio, el tango que bailan Xavier y Salvador, personas a las que no se puede ver como ridículas (y la Rivas Mercado no lo hacía, ciertamente) y que tiene un tufo a homofobia.
Muchos otros aciertos tiene esta escenificación, como es la contaminación de espacios (Antonieta escribiendo en su escritorio una carta a Manuel, que él lee bajando la escalera y el escritorio ya es de él, o la vendedora de dulces que después sería modelo para el pintor, entre otros) y las muy estilizadas composiciones visuales. Los actores llevan a buen término los diferentes papeles, hasta seis para alguno de ellos, siendo el de la protagonista -un refuerzo más para que se advierta que es el punto de vista de ella el que prevalece- el único que no se dobletea y que permite a Montserrat Ontiveros otra de sus excelentes actuaciones.
No se puede dejar de mencionar, porque es de justicia, el muy buen vestuario de Luis Manuel Aguilar, la música original de Ana Laura y la coreografía de Ruby Tagle.