Margo Glantz
Barton Creek
Barton Creek es una cueva subterránea, en las montañas de Belice, cerca de San Ignacio, no muy lejos, de la frontera con Guatemala. Es una excursión obligada cuando uno se encuentra en esa zona, y yo me encontraba por allí a finales del pasado diciembre, por lo que cumplí efectivamente con esa obligación y con ese placer ineludibles.
Fuimos varios los turistas alojados en un ''resort" de nombre pomposo. Eramos ocho adultos y dos niños, mis nietos. Nuestro guía, un alemán parecido a un vikingo, Manfred, lleva viviendo 25 años en Belice con su esposa inglesa, ocho hijos y 12 vacas. Conduce un Land Rover que pertenece al dueño del hotel, Bart, estadunidense que se ha establecido también en ese pequeño país para practicar a la vez el comercio de turistas y su devoción a una secta conocida como la religión Bahá'i, cuyo máximo propósito es enderezar los entuertos de la humanidad (en su totalidad), mediante la unidad religiosa; la adquisición de conocimientos; la igualdad del rango entre el hombre y la mujer; la resolución espiritual del problema económico (que nuestro anfitrión logra a la perfección); la firmeza y la obediencia; la cortesía, la castidad y la pureza; el desprendimiento, la bondad y la equidad; el ayuno y la prohibición absoluta de ingerir bebidas alcohólicas; la oración como obligación; no murmurar o calumniar; respetar las leyes y a los gobiernos, etcétera. El hotel funciona con 18 ayudantes, todos convertidos a la religión Bahá'i, muchos de ellos mayas trilingües.
Mientras conduce, Manfred nos ilustra acerca de la flora y la fauna de la zona, la composición étnica del país, los tipos de cultivo, la pobreza de una tierra selvática no apta para la ganadería ni la agricultura; la decadencia de los mayas, en una época cerca de 2 millones de personas que de repente abandonaron sus ciudades dibujando un enigma aún no resuelto, y por fin, las distintas costumbres de las numerosas sectas religiosas que se han establecido allí huyendo de las dificultades que la práctica de sus religiones encuentra en sus países de origen.
Llegamos, muy bien informados, a la cueva, nos distribuimos en tres canoas (yo sobro siempre). En una van el guía, mi hija, mi yerno y mis nietos; una pareja de alemanes en otra canoa pequeña y en la tercera, de tamaño mediano, una estadunidense al timón (en las canoas es virtual y se sitúa en la parte de atrás), la mujer se llama Carol, es robusta, eficiente, malencarada y ha nacido cerca de un río, de allí su ejemplar destreza con los remos, su esposo, Nima, sherpa nepalés, alguna vez guía en el Himalaya (seguramente allí sedujo a Carol): su sudadera subraya esa profesión y anuncia su pericia. Quedo sentada en medio, como salero; mi función es iluminar la cueva con una linterna alimentada por una batería de coche.
Recorremos suntuosas galerías, formaciones rocosas que figuran encajes y adquieren diversas y ricas tonalidades; estamos a punto de llegar al final de nuestro recorrido, donde las rocas caen a pico, casi a ras del agua. Hay que inclinarse, remar con precaución o a veces impulsarse, apoyándose en las rocas, operaciones todas que logramos con éxito o que lograron con eficacia mis compañeros.
Regresamos sin incidentes por el mismo camino, recorremos los pasajes difíciles, todo marcha viento en popa. De repente Nima se ofusca, rema hacia la pared lateral derecha, las rocas casi golpean su cabeza, yo me tiro al suelo sin dejar de iluminar el camino. Nima se encarama en lugar de agacharse, ha olvidado que se encuentra en un río y quiere poner en práctica sus buenos oficios de alpinista. Obviamente, la canoa naufraga, siento con gran sorpresa que la canoa se vuelca, que caigo en el agua con mis botitas españolas beige recién boleadas, mis calcetines nuevos y blancos, mi pantalón negro de diseñador, mi bolsita de terciopelo negro bordada sobre negro (de Chiapas, aún no hemos pasado por Guatemala), mi hermosa blusa roja, mis collares, mis aretes, la linterna que mantengo firmemente agarrada, iluminando el fondo del río. Me hundo, trago agua y vuelvo a resurgir gracias a mi salvavidas que es de un color rojo deslumbrante; mi hija grita, pide a mi yerno que se eche al agua para salvarme; mi nieto exclama que no quiere morir ahogado como su abuela. El guía exige prudencia, sabe que en las canoas cualquier movimiento brusco altera el equilibrio. Nadie, excepto yo, lleva salvavidas.
Nima llora, hace pucheros, Carol lo conforta, le dice: ''No te preocupes Nima, no te va a pasar nada, aquí estoy yo, te cuido"; es alto, ancho de espaldas, sus piernas como troncos, sus músculos de acero y el rostro infantilizado por el miedo.