Teresa del Conde
Mural impugnado
Aunque no tengo el gusto de conocer personalmente al próximo gobernador de Michoacán, que tomará posesión a mediados de febrero, me dirijo a él con base en que su progenitor, cuando fue mandatario de ese estado, me recibió varias veces con beneplácito durante la celebración de los certámenes internacionales de tapiz en miniatura que coordinaba con gran acierto Marta Palau. El actual director del INBA, Saúl Juárez, también me invitó varias veces -cuando dirigía el Instituto Michoacano de Cultura- a dictar conferencias o a participar en mesas redondas. Igualmente he tenido varias vinculaciones con la Universidad Nicolaíta, pese a que no soy michoacana, como sí lo es el director del INBA.
Voy al asunto: en junta colegiada reciente del Instituto de Investigaciones Estéticas, Manuel González Galván, defensor acérrimo del acervo patrimonial de Morelia, dio a conocer un hecho que a todos nos pareció sorpresivo. El Palacio Clavijero, edificio ex jesuita del siglo XVIII de raigambre palladiana -ubicado en el centro histórico de Morelia y Patrimonio de la Humanidad- recibió, por encargo del gobernador saliente, una secuencia muralística cuyo autor es el maestro Adolfo Mexiac.
Pudimos observar imágenes de los murales aún no concluidos. No es mi intención, ni la de ninguno de mis colegas, hacer observaciones sobre los valores (o desvalores) estéticos de los mismos, sino argüir lo siguiente: Ƒpuede un gobernador, un director de instituto, un funcionario, hacer encargo de obra pública y financiarla sin el consenso de la comunidad? ƑLas obras públicas conciernen sólo a quienes las encargan? ƑLos edificios históricos son recipiendarios ad hoc para recibirlas? ƑEs legítimo intervenir un edificio con decoraciones que no son virtuales, sino que guardan la intención de permanecer? (Porque en este caso no se trata de proyecciones lumínicas con base en fotografías digitalizadas que animan los muros y las bóvedas sólo mientras los aparatos proyectan, y aún así, un proyecto de tal índole se sometería a peritaje en cualquier instancia que procediera con seriedad).
Es un hecho que el muralismo en su primera fase fue auspiciado por José Vasconcelos y que ello hizo entrar a México, de lleno, en la historia del arte del siglo XX (no siempre para bien, pero dejemos eso). Es un hecho igualmente que la época de oro de ese movimiento, como fue concebido, expiró hace décadas. Lo es también que la lectura de un edificio que posee valor histórico y artístico puede menoscabarse en forma radical si se le insertan elementos que le son ajenos en cuanto a su cronología o su estructura.
Mexiac es miembro de la Academia de las Artes, instancia que pudiera convocar a un examen minucioso, desapasionado, directo y certero acerca de la incursión muralística en ese edificio. Lo que objetamos varios (seamos o no miembros de la academia) es el hecho de que se incursione en la lectura ornamental de un recinto que por su estructura no lo admite. Así habrá acontecido antaño con otras edificaciones públicas, no lo niego, pero es tiempo de considerar que esa fase libérrima y gloriosa no puede repetirse, ni siquiera si contáramos con un Orozco o un Rivera, ya no digo con un Siqueiros, que no se habría atrevido a intervenir esos muros. Nadie, ni Rafael Cauduro ni Alberto Castro Leñero, ni siquiera el venerable maestro Alfredo Zalce, podrían aceptarse como ''narradores'' de tales espacios. No se crea que estoy abogando por los abstractos, tampoco a ellos concierne la posibilidad de incursión allí. (Aunque quizá, no sé, un neominimalista podría subrayar las estructuras sin violentarlas, pero eso está fuera de discusión.)
La comunidad artística de Morelia objeta en su mayoría, no a Mexiac, sino la descontextualización de muros y bóveda, su contaminación iconográfica. Por eso me dirijo al gobernador entrante, permitiéndome aseverar: es más que de Tercer Mundo admitir, sin concurso de ninguna especie, sin consenso, sin peritaje previo, la alteración visual de un espacio histórico tan relevante como el del Palacio Clavijero. Aunque existiera la migración de las almas y tuviéramos entre nosotros a un Giambattista Tiépolo rencarnado, anuente a decorar el espacio, existiría la obligación de someter a criterio el proyecto.