Néstor de Buen
Corporativismo y corrupción sindical
Sea o no cierto, aunque parece que sí lo es, el arreglo económico que se estableció entre el sindicato y Pemex para favorecer al PRI podría ser el principio del fin de una de las instituciones más corruptas en nuestro país.
El famoso corporativismo: un sindicalismo sometido al total control del Estado vía registros y tomas de nota tiene un precio de regreso: la protección estatal frente a los sindicatos independientes; favores políticos, diputaciones y alguna senaduría para sus más destacados dirigentes y, entre otras cosas, impunidad fiscal. Porque la infinita capacidad de manejar intereses económicos que no aparecen en libros es una de las características que derivan de su total sumisión al Estado y que el gobierno compensa con una discreción sutil con respecto a las intimidades económicas de los propios sindicatos y, sobre todo, de sus dirigentes.
Cuando ingresé, hace muchos años, a trabajar como secretario de acuerdos a la Junta Central de Conciliación y Arbitraje del Distrito Federal, en tiempos en que la presidía el licenciado Juan C. Gorráez, lo que más me llamó la atención fue que alguno de los representantes de los trabajadores que integraban la junta era, a su vez, dueño de empresas.
También viví la experiencia, creo que ya como litigante, de que el dueño de un conocido restaurante, al que solía ir, fuera líder sindical en la misma rama. Y cuando el dueño del local lo quiso desahuciar, simplemente se emplazó a huelga a sí mismo y la estalló, lo que obligó al dueño a una transacción porque ejecutar el desahucio era imposible.
El corporativismo sirve al Estado, sin la menor duda. Pero el precio que paga es notablemente alto. Quizá con la característica muy particular de que ese precio sólo es cupular y no se derrama hacia el gremio. Y se alimenta de buenas propinas si la conducta del pseudodirigente en la firma o en la revisión del contrato colectivo de trabajo fue discreta, o de algo mejor que una propina buena, si se trata de disminuir personal y condiciones previstas en un contrato colectivo de trabajo.
Todo eso es posible porque nuestra famosa Ley Federal del Trabajo está hecha para impulsar esas corrupciones que los controles estatales hacen posibles.
Un sindicato no puede funcionar, a pesar de ser persona moral desde su constitución, si no obtiene el registro o, en su caso, la toma de nota de su directiva. Los estatutos sindicales deben pasar por el control riguroso de las autoridades. Los peticionarios del registro deben presentar padrones de socios con todos los detalles y si pretenden acreditar su carácter de trabajadores, no es difícil que la autoridad registral les exija credenciales de la empresa o las sustituya con una inspección de nóminas que de inmediato alerta a la empresa sobre las pérfidas intenciones de sus trabajadores. Con lo que se inauguran etapas de despidos y represalias. Todo ello viola la autonomía sindical.
Esos problemas, que siguen vigentes, caracterizan a nuestro mal llamado sindicalismo como uno de los más corruptos del mundo. Entre otras razones porque basta que el dueño de un membrete sindical, sin representación alguna en la empresa, firme un contrato colectivo con el patrón y lo deposite ante la Junta competente, para que los trabajadores fracasen en sus intentos de emplazar a huelga para firmar un verdadero contrato colectivo de trabajo. En esos escenarios los premios económicos abundan, muchas veces repartidos entre el sedicente líder y algún abogadillo aprovechón de la empresa, sin que el fisco se entere y ni siquiera quiera enterarse.
Nuestro sistema legal en materia colectiva es una verdadera vergüenza. Ahora se le podría poner remedio aplicando la jurisprudencia LXXVII/99 de la Corte, que antepone los tratados internacionales sobre las leyes. Y ahí está el Convenio 87 de la OIT sobre libertad sindical, que de aplicarse -y se debe aplicar- superaría las ignominias de la ley.
Habría que empezar por la acción de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público de someter a auditorías constantes a los sindicatos, federaciones y confederaciones. No habría sorpresas, porque todo es sabido, pero sí desasosiegos y algo más. Esto no pone en riesgo, por supuesto, la famosa autonomía de los sindicatos. Todos debemos cumplir la ley.
El problema es que hacerlo rompe la vieja alianza. Y eso no es fácil que lo admitan nuestras autoridades de ahora y de siempre.