Lunes en la Ciencia, 28 de enero de 2002


Corazón del Monte (fragmentos)

Efraín Bartolomé

El veintiocho de marzo de mil novecientos ochenta y dos, entre las diez y las once de la noche, cayeron piedras, polvo, arena, fuego y rocas sobre nuestro terror. Sobre la piel de las muchachas, sobre el vientre de las embarazadas, sobre el cabello blanco de las madres, sobre los dientes de los niños. Arena, polvo, rocas, fuego. La Nada con un peso y un espacio aplastante y candente.

Son piroclastos de caída libre, dijo un hombrecito.

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La arena, la ceniza, el polvo, el odio, el fuego, el llanto, el grito poco a poco ahogado.

Intentamos subir por el camino pero la arena ardía. Poco a poco se fueron quedando los ancianos, los niños, las mujeres, los hombres. Poco a poco nos fuimos resbalando, deslizándonos en la garganta arenosa de la Tierra. Poco a poco nos fuimos conociendo.

El bolo alimenticio de la muerte, dijo Orlando Guillén.

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El Río Magdalena, el Susnabac, el Mobac y el Arroyo Canelo repitieron borrosamente, en sus antiguas aguas cristalinas, la columna encendida. Borrosamente porque las aguas ya eran de ceniza.

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Las piedras perforaron los techos como balas enormes:

los de carrizo y paja, los de lámina o teja: todos eran papel. Cayeron sobre las losas de concreto como rudos mazazos, como aerolitos locos, unos sobre otros con un estruendo que se iba apagando a medida que nos iba llegando la lenta muerte. A medida que nos conocíamos en el centro de convivencia (un pequeño edificio de concreto: el más seguro) como en un horno, como en un pozo espeso de sangre al rojo vivo, como en un pozo de locura.

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Todo se asó: incluso la esperanza.
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