En Lecumberri con el Coronelazo
Lo primero es el olor. Un olor que golpea el pecho, llega al corazón y lo hiere. Al entrar por la nariz, en ese mismo instante, hace su camino de cuchillos, tasajea la carne, la sangre empieza a correr y sube por la garganta.
-Pasen, pasen por aquí.
El carcelero lo dice como si abriera las puertas de un palacio. Y tiene razón: por algo le llaman ''el negro palacio de Lecumberri''. De altísimos techos, de inmensas paredes de lámina verde, tiene un porte real, sobre todo si se compara con las vecindades del rumbo, esas chozas de cartón a ras de tierra que a tientas encuentran en que apoyarse: una barda abandonada, una montaña de basura que finalmente se hizo tierra, una excavación para los cimientos de un edificio que jamás se construyó...
-¿A qué crujía quieren ir?
Vista desde el cielo, la cárcel es una estrella caída sobre la tierra, una estrella infernal cuyas cinco puntas se abren para que se alineen las crujías con sus celdas y desde el polígono (torre de control) los rayos de la vigilancia se multipliquen y enceguezcan al preso.
¿Quieren ir a la jota? Es la de los jotos ?ríe el carcelero, que lleva kepí, uniforme militar, anteojos, diente de oro e insignias sobre los hombros y las mangas.
Las crujías siguen las letras del alfabeto, vocales y consonantes. La a, la e, la e, la jota. A la jota la han aislado. Allí no hay celdas. ¿Para qué? Los presos duermen juntos en unos largos galerones, en sus camitas flacas, alineadas como en los orfanatorios y los conventos de monjas. Ni una cortina para proteger su intimidad. Sobre la cama, un Sagrado Corazón, una Virgen de Guadalupe y una fotografía de cada uno vestido de mujer o de una mujer que en realidad es hombre o de un hombre que se cree mujer o de un hombre-mujer dentro de un corazón de cartulina roja. A pesar de que la jota no tiene puertas, Luis Buñuel se detiene antes de entrar. Con pudor.
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Pasé por don Luis a las ocho de la mañana.
?Sí, sí, venga temprano; siempre me levanto a las seis.
?Claro ?dijo Jeanne, su mujer?, no es ningún mérito. Se mete a la cama a las ocho de la noche".
Ya estaba en la calle esperándome, con un cigarro en la mano. De lejos vi su traje a rayitas negro y blanco, todo de tweed,hasta el pantalón. Sonrió su sonrisa con dientes separados. Me gustan los hombres que tienen dientes separados.
El domingo en México es un día vacío. La gente se queda en casa. Llegamos rápido a la cárcel preventiva, aunque manejé con especial cuidado. No iba yo a chocar con Luis Buñuel a mi lado.
?Traje cigarros, tres paquetes, me parece que Mutis fuma.
?Lo que más hace es leer. Releyó todo Proust día y noche en busca del tiempo perdido.
?¿Todo Proust? ¡Eso es como leer a todo Pérez Galdós!
Los domingos, las aceras frente a la cárcel se vuelven romería. La gente lleva para vender canastas de tacos, coca-colas, tortas, pambazos y dulces. Entre los puestos, uno de rosarios y estampas, aguarda San Martín de Porres de cuerpo entero, escoba en mano, junto a una oración apilada en hojas que levanto del suelo porque dice en grandes letras: "Renuncio al mundo, renuncio a la carne, renuncio al Demonio". Demonio con mayúsculas. Cuatrocientos noventa y seis Padres Nuestros, 958 Dios te salve Marías y 379 Credos.
?La contabilidad de la iglesia ?dice don Luis, que enciende un segundo cigarro.
No nos detuvimos a comprar nada.
El capitán Sánchez, por orden del director del penal, Carlos Martín del Campo, un general que yo sabía bondadoso, tenía órdenes de recibir a don Luis como Dios manda.
Alvaro Mutis, el poeta colombiano, había organizado el tour por la cárcel preventiva. Primero fuimos al pabellón siquiátrico. orgullo del penal, porque tiene algunos aparatos, entre otros uno de electroshocks. Todo blanco. "Es un centro hospitalario" de primera, asegura el capitán Sánchez, que enseña un diente de oro al sonreír.
?Aquí tenemos a un español ?le comunica a don Luis, que no ha dejado de prender cigarro tras cigarro.
?¡Ah, sí!
El español resulta ser un hombre delgadito, una hojita también blanca, como de papel de china, que cecea y cruje como si lo fueran a doblar. Trata al capitán Sánchez con una deferencia casi obsequiosa y a don Luis como compatriota. Le cuenta que estuvo en la guerra de España, en Teruel; que trabajó en el Hospital Obrero incautado por los republicanos bajo las órdenes del doctor Juan Planelles. Pero no le cuenta por qué está en Lecumberri. Más tarde, Sánchez nos revelará que mató a su mujer. Por celos.
?Y luego se le botó la canica. Aquí no causa mayores problemas y como es médico y sabe mucho, atiende a los que van a dar al pabellón siquiátrico.
Al salir, nos cruzamos con la "población", como la llama el capitán Sánchez; hombres que van al polígono, conejos que tienen una comisión y les permiten ir de una crujía a la otra. Caminan aprisa, como si tuvieran mucho qué hacer. Entre ellos, saludamos a un individuo más alto que los demás, vestido de azul marino y gorra cuartelera muy bien puesta. Sánchez se entusiasma:
?Tienen que conocer su celda.
Nos dirigimos hacia la celda de lámina verde. El preso la abre con orgullo. Del techo cuelga una maraña de cables, enchufes y multitud de televisiones, radios y aparatos domésticos. Licuadoras, batidoras, planchas y secadoras atiborran los anaqueles de lámina que parecen de juego de mecano.
?Es nuestro electromecánico; todo lo compone ?dice orgulloso Sánchez.
?¡Ay, qué bueno!
Nos despedimos, felicitamos, volvemos a despedirnos.
?¿Saben a quién acaban de saludar? ?pregunta Sánchez con entusiasmo.
?¿A quién? ?dice don Luis, por no dejar.
?A Ramón Mercader, el de Trotsky, un caso muy sonado. ¿No lo conocen ustedes?
A don Luis, que de por sí es muy ojón, parece que se le van a salir los ojos.
?¿Jacques Mornard o Ramón Mercader?
?Su verdadero nombre es Ramón. El se puso el otro que dice usted... ¡Ah, miren, allá viene Siqueiros con la bolsa del mandado!
(Me quiero morir. Apreté la mano asesina de Mercader, quien encajó un piolet en la cabeza de Trotsky.)
David Alfaro Siqueiros carga la bolsa de plástico con los víveres que todos los días trae su mujer, Angélica Arenal. Vamos de sorpresa en sorpresa, de emoción en emoción, sobre todo cuando Siqueiros nos dice señalando su celda:
?En la que sigue tengo mi estudio. ¿No quieren ver el retrato que estoy pintándole a Alfonso Reyes para El Colegio Nacional?
En medio de las paredes de lámina verde, sobre un caballete, don Alfonso sonríe juguetón. Parece un sátiro con su pelo blanco achinado y su sonrisa incitante.
?Muy buen retrato, Siqueiros, muy buen retrato.
?Viniendo de usted, maestro, es un cumplido que me emociona. Va a venir por él, a mi celda, el doctor Guillermo Haro, de El Colegio Nacional.
En el fondo de la celda-estudio, Angélica ha puesto la bolsa sobre la mesa y quita los pinceles, la paleta, los tubos de óleo.
?¿No quieren comer con nosotros? ?pregunta mundana.
?No, gracias ?se apresura Buñuel?. Estamos visitando la cárcel y aún no termina la gira.
En las cárceles, en los hospitales, se habla mucho de comida.
Todavía nos falta otro encuentro que nos proporciona Siqueiros.
?Miren, aquel que va allá es El Timbón Lepe.
?¿Quién?
?El Gordo Lepe, el papá de Ana Berta Lepe, la actriz. El le mató al amante. "Quiero mi pollo, quiero mi pollo", repite incesantemente el viejo. Cuando viene Ana Berta a verlo, no saben la que se arma. Todos los presos chiflan, gritan, aúllan. Aunque ella lleva anteojos negros y mascada en la cabeza, la reconocen por su andar.
Siqueiros es un conversador insuperable y enhebra las anécdotas como las cuentas de un rosario satánico. Cuenta ahora que cuando entra un nuevo preso al penal los demás gritan detrás de los barrotes.
Después de desearles a David y a Angélica buen provecho porque se disponían a sentarse a la mesa, fuimos, por fin, a la jota, esa crujía sin celdas, abierta al deseo.
?Pasen, pasen? nos recibe con un ademán envolvente La Ramona.
En realidad, el mayor se llama Ramón, pero todos le dicen La Ramona. Nos cuenta que hoy en la mañana los obligaron a despintarse la cara, a quitarse sus blusas de holanes, sus faldas y sus zapatillas, a ponerse el uniforme de la cárcel. "Aquí podemos andar vestidas como se nos da la gana", informa La Ramona. A uno que no quiso despintarse le tallaron la cara con un ladrillo y asoma su rostro maltrecho detrás de una mirilla. Otro que se negó a hacer fajina también espera en la celda de castigo.
Buñuel se preocupa y se asoma a los barrotes con el ceño fruncido:
?Hay que hacer fajina... Hombre, hágala, ande, ¿qué es un poco de fajina al lado del apando? Tome la escoba, ande, para evitar esto... (Le tiende un cigarro y se lamenta de no haber traído más. Al del rostro ensangrentado le pasa un paquete entero).
Ese día los presos nos contaron que había muchas, muchísimas, miles, millones de ratas, y don Luis se entusiasmó.
"Quiero verlas''. Pensé que iba a transformarse en el flautista de Hamelin y sacarlas a todas de Lecumberri para llevarlas al Palacio Nacional, o mejor aún, a la sede del PRI.
El capitán Sánchez nos condujo al campo deportivo. ''Allá las verá correr en toda libertad", dijo como una despiadada ironía. Bajo el sol que calcina la tierra, no vimos una sola rata, pero sí sus huellas en el polvo. Don Luis se acuclilló. Alvaro Mutis lo imitó. Y yo, como soy del tamaño de un perro sentado, los vi sin inclinarme:
?Sí, son muchas ?comprobó don Luis satisfecho.
(Buñuel tiene fijación por los hámsters, y años más tarde iríamos a verlos a pie, desde su casa en la privada de Félix Cuevas 27 hasta una tienda de autoconsumo: De Todo. Allí, sobre las jaulas, don Luis comentaba que eran bonitas y para halagarme aventuró que en mis días buenos yo también parecía hámster)
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A medio día, comemos el rancho con los presos sentados en largas bancas de madera. Primero hacemos cola y nos dan un plato de hojalata con divisiones. Aquí los frijoles, aquí el guisado, aquí tres tortillas. Aparte, en el plato sopero, encuentro un promontorio en el que mi cuchara encalla como una nave contra la roca de Gibraltar (digo eso aunque no tengo la menor idea de cómo sea la roca de Gibraltar).
Don Luis se asoma:
?¿Qué es eso?
''Es un hueso'', dice el conejo que nos sirve. ''Permítemelo tantito, ahorita vuelvo. Usted siga comiendo tranquila''. Mete su pulgar y su índice con delicadeza en el caldo y saca el hueso de respetables proporciones. El plato queda casi vacío.
?¿Quiere que le sirva más?
?No, gracias.
?¡Ah, bueno, ahorita vengo, no me tardo nada! ?dice con alegría, el hueso todavía en la mano.
El pan es una delicia. Don Luis sopea el suyo en el caldo. Hablamos del pan, de lo bueno que está, de que no hay pan así allá afuera. Insistimos en sus ventajas porque queremos hacerles creer a quienes nos oyen que están bien, que allá afuera todo está mal, que éste es un tiempo de pan, igual al pan crujiente, protegido, asoleado. Don Luis avisa que va a venir cada ocho días a comprarlo. Le regalan una bolsa de papel de estraza llena de bolillos y nos extasiamos.
Al caer la tarde nos despedirnos de los amigos. Inmóviles, ya nadie ríe, nadie habla tampoco. La cárcel es un pozo de silencio. Nos miran caminar hacia la salida y siento vergüenza. A don Luis se le encorvan los hombros bajo el peso de nuestra libertad. Nos apresuramos. Arriba, encima de nosotros, veo al pasar un letrero: "Puerta de distinción".