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Adolfo Sánchez Rebolledo
Hipocresía contra el Congreso
El malestar causado por la llamada reforma fiscal, apresuradamente aprobada en tiempo extra y con notorio descuido final al filo del nuevo año, ha mostrado una faceta muy poco presentable de nuestra recién estrenada democracia: la incapacidad congénita de importantes segmentos de la sociedad civil para asumir los descalabros sin cuestionar en su conjunto todas las reglas del juego.
Algunos sectores afectados o sencillamente ofendidos por las nuevas disposiciones fiscales, en vez de querellarse ante los tribunales correspondientes, si ése fuera el caso, prefirieron lanzar furiosa e instantánea ofensiva que busca crear un estado de ánimo adverso al trabajo legislativo y a la labor de los partidos, cuya tarea, también hay que decirlo, no está a salvo de torpezas y absurdos triunfalismos que son indefendibles.
Sin embargo, el asunto va más lejos pues se trata de la enésima descalificación de la actividad política, cuyas consecuencias solamente pueden ser perniciosas para la sociedad mexicana, como atinadamente señaló La Jornada en su editorial de ayer.
Deliberadamente se mezcla la crítica justificada a los errores de los legisladores con una despreciable desautorización de toda política mediante los peores y más mezquinos argumentos sobre los ingresos de los diputados o la escasa "productividad" de lo senadores, como si en efecto su gestión pudiera medirse con los criterios gerenciales que están de moda en la retórica, que no en la práctica, de nuestros capitanes de industria, siempre tan vergonzosamente nostálgicos de los favores del Estado, cuando los ingresos fiscales se convenían de mutuo acuerdo, sin incómodas perturbaciones, entre Hacienda y las cúpulas del dinero.
Esta manera facilona de juzgar el trabajo del Congreso es la peor que puede imaginarse, pues pone en la picota no a las personas con nombre y apellido que allí actúan, las iniciativas presentadas o el trabajo específico de los grupos parlamentarios, sino a la institución como tal, que así deviene una entelequia indigna de consideración y respeto.
Cuando los resultados les resultan adversos, ciertos grupos de presión de hecho se olvidan de la alharaca democratista de apenas ayer y sin pudor alguno se pasan al cacerolismo activo que no repara en medios para alcanzar sus fines. Un ejemplo: al anunciar la creación de un frente común contra el "engendro" fiscal, voceros de las cúpulas privadas argumentaron que su "costo no es sólo social sino económico, porque representó de entrada un gasto de 25 millones de pesos en un solo año por el salario de los legisladores".
Esta reacción rudimentaria no es gratuita ni tampoco inocua, pues responde a la idea estadunidense del "congresista", considerado como simple intermediario no ya de los electores que votan por él, sino de las grandes corporaciones que hacen lobby para obtener jugosos beneficios y exenciones.
Naturalmente, en esa perspectiva utilitaria no caben los partidos diferenciados por sus planteamientos ideológicos o programáticos, pues todos ellos aparecen como formaciones inútiles al servicio de un montón de zánganos sin oficio ni beneficio, siempre dispuestos a dar un zarpazo a la hacienda pública. Esa es la visión que guía a buena parte de nuestras fuerzas vivas y, por desgracia, también a muchos de los actuales gobernantes.
Es curioso observar cómo ciertos grupos que afanosamente promovieron la democracia como un ariete contra el poder histórico del partido único están de vuelta promoviendo el desencanto antes incluso de superar el desmontaje de las inercias del pasado.
El resultado puede ser lamentable, considerando que está a la vista la discusión de la reforma del Estado y que ya hay voces clamando por limitar a los partidos y por esa vía las funciones del Congreso. Ojo.