Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 7 de enero de 2002
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Cultura
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Hermann Bellinghausen

Un globo rojo

A la vista de lo que veía y el consiguiente no poder creerlo, Basilo se puso bien. No que le sobraran motivos estarlo, sino por una seria gana de tal. Un globo rojo, vejiga ciega, se escabullía entre el ramaje hirsuto, las mallas rotas y las oxidadas púas de las cercas. Anudado de la boca y aire suficiente en sí, alzó su esfera sobre el verde oscuro de los huizaches, y el espumoso gris del cielo cargado de huracán.

Salvadas las púas y las ramas, y acogido por un aire de espiral automática en ascenso, el globo ganó altura y compitió pronto con los zopilotes, al otro lado de los ríos secos y los abrumados campos trabajados al rayo del sol. Hectáreas y más hectáreas de tomate, la esclavitud de oficio que trajo a Basilo de la "sierra oaxaquita" a los campos extensivos de la península.

Así llamaban desde entonces a los peones los contratistas: oaxaquitas.

-Lo mismo da qué clase de indio sean, todos vienen de Oaxaca -postulaba Mendaya el capataz de Campo Tomatero Cuatro antes sus gatos (nombre a su vez que daban los oaxaquitas a los pistoleros de Mendaya).

Fue Hilario el que infló el globo del estuche barométrico de la empresa; también el que escribió el mensaje en un papel y lo amarró con un lacito. Y fue Cansino el primero de los gatos que vio escapar el globo por encima de las cercas de la "colonia" de casuchas del Campo Tomatero Cuatro, a donde quedaban confinados los tomateros. El contrato (sí así podemos llamar al "enganche"), incluía confinamiento once meses, ninguna atención médica, tienda de raya y total prohibición de sindicato.

Cansino corrió con Mandaya a decirle del globo y éste, saltando de la silla en la oficina, ordenó a su gente:

-Bájenlo.

Entonces vino lo mejor. Los gatos cortaron cartucho, metieron dedo al gatillo y uno tras otro, dispararon, como en un acceso de hipo ensordecedor. Los tomateros asomaron de sus casamatas, temerosos de la balacera. Basilo, que andaba en el patio, buscó con los ojos a Hilario, que camino a la llave de agua se hacía el disimulado.

El globo se había ido, demasiado aprisa, demasiado lejos. Y a los gatos les faltaba pulso para un tiro tan difícil. Le saben tirar al bulto de un hombre o un venado, no a un punto rojo arriba del horizonte.

Mendaya sabía lo que podía significar. Ya había ocurrido en otros campos. Que a medio ciclo agrícola los tomateros sacaban denuncia de sus condiciones de trabajo, por medios originales como pichones de desierto amaestrados, papalotes y misteriosos contrabandos. Casi ningún mensaje alcanzaba destino, pero los pocos que sí provocaban cierto revuelo en los ministerios públicos allá en la costa, que enseguida se trasladaban al valle para hacéreselas cansada a los contratistas y alcanzar una iguala.

Peor si metían sus narices los de derechos humanos, que debían venir de Tijuana. Ya iban dos capataces detenidos (libres bajo fianza) y varios campos clausurados por el resto de la temporada. Eso era lo malo para los oaxaquitas. Que se quedaban sin trabajo. Aceptando el confinamiento y la explotación casi porfiriana aseguraban jornal, que fue a lo que vinieron. Y si denunciaban, la aplicación de justicia les quitaba el empleo. Luego acababan las faenas y se iban más al norte o de vuelta al sur. Ya pagados, se les olvidaba quejarse.

El globo de Hilario corrió con suerte a la primera. Un compartido regocijo inundó al centenar de tomateros presenciales ante la desesperación de Mendaya.. La certidumbre, un tanto absurda, de que el globo y su mensaje atinarían destinatario, hizo el día de Hilario echándose agua en la cara sucia de arena, y a Basilo le dio luz verde.

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