La Jornada Semanal, 6 de enero del 2002                          núm. 357


Ángel Balzarino
el cuento del domingo

Una sombra entre ustedes

No por frío sabe peor el plato de la venganza, podrían decir quienes, como la mujer que narra esta historia, son capaces de esperar durante años el momento de ver cumplida su revancha. Tal vez ni ella ni los que rumian desquites como el suyo alcancen a comprender que esa elección los orilla a vivir vicariamente, pero la obsesión de ver el bienestar propio en el daño ajeno es algo que sucede con una frecuencia digna de mejores esfuerzos. Ángel Balzarino le da voz al amargo recuento de una mujer incapaz de atestiguar cómo otra persona vivirá una vida de la que su propia mezquindad la aleja cada vez más.

Monotipo de Luis GalSí. Estuve esperando el momento oportuno para decírtelo. Quizá no tuve otro objetivo en la vida. Ejercer venganza, cobrarme todo lo que debí padecer por vos: falta de afecto, soledad, sentirme casi una intrusa en nuestra propia casa. Porque siempre ocupaste un lugar de privilegio. Desde que estabas en la cuna y comencé a notar cómo tu presencia me quitaba espacio en la atención y el cariño de nuestros padres, tenías preferencia para obtener cualquier juguete o satisfacer con premura el menor capricho. Al principio lloraba de amargura al sentirme desprotegida, creciendo en un ambiente opresivo y casi hostil, pero después, a medida que tomaba conciencia de la soledad cada más lacerante, me fui armando de vigor y coraje. En actitud defensiva. Dispuesta a repeler cualquier ataque. Esperando la revancha. El placer más anhelado, siempre esquivo, por momentos inalcanzable. Mientras, me dedicaba a vigilarte. Obsesiva. Comprobando tu dichosa y casi arrogante postura ante las gratificaciones que cosechabas: primero en la escuela, donde tu conducta sin tacha y el esmero en los estudios te hicieron destacar entre todos los alumnos; después, tu cuerpo convertido en el centro de la atención, tanto de las mujeres que no podían eludir una dosis de celos y envidia, como de los hombres que llevaban a cabo un persistente acecho, ávidos por colmar su deseo en la primera oportunidad; y por último, la conquista de Aníbal Ortelli, sin duda el candidato más codiciado por todas las muchachas del pueblo con ganas de casarse y alcanzar un sustancioso poder económico. Lograste no sólo encandilarlo sino también doblegar el aire de soberbia y superioridad que parecía ubicarlo en un pedestal casi inaccesible. Ocurrió ante la vista de todos. Sin disimulo. La noche en que el Club Independiente celebraba sus cincuenta años. Durante la fiesta a la que asistió todo el pueblo, aceptaste las veces que te invitó a bailar, entre sorprendida y gozosa al notar que las miradas estaban concentradas en ustedes. Esa noche nada te resultó más importante que él. Tanto por el deslumbramiento de ser la elegida como por el orgullo de poder mostrar, abiertamente y con gesto triunfal, que habías alcanzado una de las metas más difíciles. Así me lo hiciste saber cuando regresamos a casa. Atropelladamente. Como si de pronto hubieras cortado todas las ligaduras y pudieras expresar sin reparo lo que sentías. En un torbellino de palabras, me confiaste el placer de haberlo tenido cerca y descubrir muchas cosas en común y la esperanza de compartir un tiempo futuro. No quise interrumpirte. Necesitaba escucharte y observar el rostro resplandeciente y los brazos moviéndose en gestos aparatosos, para tomar plena noción de la afrenta. Sin duda la más cruel, pero también la última que estaba dispuesta a soportar. Lo comprendí de pronto. Al sentir como una bofetada tu desbordante felicidad. Entonces, la humillación y el desplazamiento que durante años sobrellevé por tu culpa hicieron crecer el afán de vengarme. Vorazmente. Sobre todo a medida que la relación entre ustedes se consolidaba y eran cada vez más firmes los planes para el casamiento. El modo de hacerlo surgió una de esas noches en que él vino a visitarte y desde mi cuarto percibí tu voz quejosa y autoritaria, no, basta, déjame, intentando frenar las arremetidas que sin duda pretendían ser más audaces de lo que estabas dispuesta a permitirle. Aníbal expresó su malestar con la amenaza de una ruptura definitiva. Eso no te preocupó. Segura, dueña de una situación de la que nadie podía desplazarte, lo manejabas a tu antojo. Jugabas a la estrategia de llevarlo al punto máximo de excitación y después, fría y calculadora, lo rechazabas generosa en promesas de vivir los momentos más intensos y placenteros apenas se formalizara el matrimonio. Hasta que una noche me decidí. Ubicada a tres cuadras de la casa lo esperé. Era ya la madrugada cuando lo vi acercarse. Por el aspecto nervioso y desaliñado imaginé que una vez más habías frustrado sus ardientes pretensiones. Debí parecerle una figura fantasmal al cortarle el paso. Pero la acción desvaneció muy pronto el desconcierto y la súbita parálisis. Rápida. Contundente. No por efecto de palabras insinuantes ni por deslumbrarlo con la belleza de mi cuerpo, sino por la carga de bronca, malestar, deseo, que él ya no podía soportar. Enceguecido me arrastró hasta un baldío. Mientras lo dejaba desahogarse, te imaginé observándonos. Horrorizada. Y sentí ganas de lanzar una carcajada. Estruendosa. Triunfal. Feliz por concretar al fin una forma de herirte, de cobrarme tantos años de postergaciones. No se trata de amor, no cesaba de repetir él, con súbita sensación de culpa y queriendo dejar bien claro que lo ocurrido era algo fugaz, unos instantes de bienestar que no iban a dejar ninguna huella. Será nuestro secreto, procuré tranquilizarlo cada vez que nos encontramos después, subrepticiamente, ansiosos y casi sin hablar, sólo interesados en cumplir el rito que saciara el propósito de cada uno: él, alcanzar el goce que vos le negabas, y yo, sentir el sabor de una venganza largamente anhelada. Tácitamente sabíamos que todo concluiría con el casamiento. Ese casamiento que preparabas con tanto ardor: las invitaciones, los detalles de la fiesta, la elección del vestido de novia, los arreglos de la nueva casa. Todo eso que, al llegar el día elegido, disfrutaste plenamente. Orgullosa. Exultante. Convertida en protagonista del hecho que tuvo la virtud de quebrar la espantosa monotonía del pueblo y suscitar una mezcla de admiración, celos, envidia, en los habitantes. Con el rostro luminoso durante la ceremonia religiosa y saludando a la gente que colmaba la iglesia; impetuosa y sin el menor cansancio en la frenética algarabía de la fiesta. Te observé todo el tiempo. Aunque parezca increíble, me agradaba verte así. Vital. Enfervorizada. Porque iba a tener mayor efecto el golpe que había preparado. Me limité a esperar el momento de dar la estocada final. A punto de iniciar el viaje de boda, lo hice. Te conté lo ocurrido entre Aníbal y yo. Bruscamente. Y ahora sólo quiero gozar el fruto de mi obra, mientras imagino tu total desánimo cuando quedaron solos en un cuarto del hotel y él sin duda no llegó a tocarte, paralizado por la sorpresa, incapaz de responder a la pregunta repentina, artera, llena de furor, con que pretendiste saber si era cierto que te había traicionado y que yo para siempre sería una sombra destructora e infranqueable entre ustedes.