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Atenco: el temor a ser "esclavos"
Si no hay más, "ponemos el pecho" para evitar que
entren Ejército y policía
MARIA RIVERA
San Salvador Atenco, Mex., 1º de enero. "Vivo
de la tierra. Soy nativo de aquí, de San Salvador Atenco, lo mismo
que mis padres y mis abuelos", dice con orgullo Antonio Pájaro,
de 70 años, campesino desde los ocho. Mientras recuerda, el rostro
redondo, de profundos surcos, como los que ha trabajado toda su vida, se
tensa. Ni el aire helado parece importarle. Todo él parece reconcentrado
en un solo objetivo: explicar por qué defiende su posesión.
Medianoche del 31 de diciembre de 2001. Cerro de Huatepec,
en el municipio donde el gobierno federal pretende construir el nuevo aeropuerto
capitalino. Aquí, donde según la leyenda el emperador Nezahualcóyotl
se sentaba a mirar el lago de Texcoco. En el centro del territorio "que
les quieren despojar", según don Antonio, cientos de comuneros se
han reunido para protestar contra el proyecto. Llegaron como pudieron,
los más vivos y gritones en tractores y trocas, seguidos
por los esforzados ciclistas, a quienes no les queda aire ni para gritar
las consignas. Después llegan los de a caballo, y al final, la tropa,
a pie, con antorchas en alto.
La Luna llena está que ni mandada a hacer para
enmarcar la concentración. Recorta la figura de los campesinos contra
el horizonte, dejando lo esencial: su presencia y sus demandas: "¡Tierra
sí, aviones no! ¡Ni hoteles ni aviones, la tierra da frijoles!
¡El pueblo callado jamás será escuchado! ¡Si
Zapata viviera,
qué chinga les pusiera!" Y la más repetida:
"¡Zapata vive, la lucha sigue!"
Prenden un pequeño castillo con la figura de un
campesino y la leyenda: Vivan los pueblos, por la tenencia de la tierra.
Ecos de viejos reclamos se hacen presentes. Detonan cinco cañoncitos.
Quince salvas retumban frente al desecado lago de Texcoco. Se pierden en
el silencio pero simbolizan que ellos están ahí y necesitan
dejar constancia de su tragedia. Y de su lucha. Finalizan el acto y cantan
todos: niños, mujeres y hombres, el Himno Nacional. En este contexto
de machetes en alto y relinchos de caballo aquello de "el acero aprestad
y el bridón" cobra nuevo significado. Sin duda este es, como lo
dicen con todas sus letras, "territorio en rebeldía".
Don Antonio entorna los ojos y se arrebuja bajo el jorongo
de lana. Apunta hacia atrás del montículo donde se realiza
el acto. "Mi parcela está aquí, atrasito de este cerro. Siembro
maíz, cebada, alfalfa, trigo, ahí crío mis vacas y
mis caballos. De ahí saco para vivir. Es lo único que tengo
y no la voy a dejar. Por eso ando aquí, en el movimiento, en lugar
de estar durmiendo. Si me van a enterrar que sea en el campo."
No es cosa de dinero, repite con énfasis. Lo que
él defiende no tiene valor. "Aquí nacieron mis 11 hijos.
Todos ellos pudieron ir a la escuela y hacerse profesionistas gracias al
campo. Dos son agrónomos, estudiaron en Chapingo. ¡Mire, son
ésos, los de los caballos! No están detrás de un escritorio:
van a su trabajo y al regresar lo mismo arrean una yunta que trabajan con
la pala. ¡Tienen callos en las manos! ¡Sí, señor,
ese es mi orgullo!
"Cuando vino el secretario de Gobierno del estado de México
le pregunté: '¿Qué vas a hacer conmigo?' Me contestó
que no sabía. A qué vienen los políticos si no saben
qué hacer con nosotros los campesinos. Nos quieren quitar el único
patrimonio que tenemos. ¿Por qué? ¿Quién dijo
eso? Mi padre se llamó Inocencio Pájaro y murió a
los 96 años trabajando su parcela. Yo también quiero morir
aquí. Nos dicen que nos van a pagar, pero nosotros no deseamos dinero.
¿Para qué? Sólo queremos nuestras tierras."
Vicente Zabala Flores, de 76 años, lo secunda:
"Nos quitan el pan de la boca para dárselo a los que les sobra.
¿Para qué quieren tanta tierra? ¿Para edificar casas
y tantas cosas que van a hacer? ¿Después qué va a
ser de nosotros? ¿Por qué no ven que para uno el campo es
todo?" Su mirada se pierde en lontananza, sin encontrar respuestas.
Los ejidatarios regresan a San Salvador. Unos cuidan la
entrada y salida de gente extraña al lugar. Desde hace días
han amontonado costales, a manera de barricadas, para bloquear la entrada
al pueblo. Otros se suman al festejo de fin de año que se realiza
frente a la plaza principal, amenizado por Fanny, El Humilde, y su sonido.
Ni la música del Supergrupo Colombia aleja la tristeza de los rostros.
Unos cuantos se paran a bailar. En este contexto, la letra de Mike Laure
y sus Cometas, de "yo no olvido al año viejo porque me ha dejado
cosas muy buenas", resulta irónica. La mayoría prefiere comer,
tal vez por aquello de que las penas con pan son menos.
Grupos de jóvenes se arremolinan frente a doña
María Sánchez Buendía para pedirle un taco de carnitas
o un ponche caliente. La mujer, de 65 años, va de un lado para otro
sirviendo la cena y preparando el mole verde para la comida del día
primero.
Es la cocinera oficial del movimiento y una de las mejores
del pueblo. Cuenta que desde los 12 años su tía le enseñó
a ser mujercita, a coser, a echar a tortillas a mano y a hacerse responsable
de una casa, porque a los 16, a más tardar, las jóvenes tenían
que casarse.
Participa en el movimiento, explica, porque es su deber
defender el patrimonio de sus seis hijos. "Esa tierra me la dejó
mi marido y a él se la había heredado su papá. Como
no tenemos para pagar peón, entre todos la trabajamos: mis hijas
como mujeres y mis hijos como hombres. Nosotros a eso nos dedicamos porque
no tenemos de otra." Desde la mañana se van todos a la faena. Mientras
los hijos deshierban y remueven el terreno, ella pone unas piedras y enciende
el fuego para prepararles la comida.
En sus dos hectáreas siembra maíz, frijol
calabaza, jitomate, chile, chilacayote. "Mis cuatro muchachos y mis 22
nietos vivimos de lo que se me logra en el campo, de ahí vamos agarrando
para comer". Cuando les contaron de la expropiación el cielo se
les vino encima, afirma. "Nosotros a como dé lugar tenemos que defender
nuestro terreno. Ya estoy vieja, pero de todos modos todavía me
sé fajar como si fuera un hombre. Yo defenderé mis tierras.
El gobierno está ahí por nosotros, pidieron el voto y por
nosotros entraron. ¿Por qué ahora nos hacen esto?"
Apenas acaba de sembrar su frijol, señala con un
dejo de tristeza. En agosto cosechó carga y media, pero ahora...
Sacude la cabeza como quien desea alejar un mal pensamiento y vuelve a
su labor entre las risas de sus compañeras en la cocina. Los rabos
de las cebollas, explica la ejidataria como quien dicta cátedra,
deberán molerse junto al cilantro, las hojas de rábano, el
epazote y la lechuga para darle el tono al mole. Después se le agrega
ajo, cebolla, ajonjolí, clavo, la pimienta, canela y pasitas. Si
no lleva todas esas "composturas", sostiene, no sale bien el guisado. Tiene
que preparar todo esta noche, porque mañana sólo habrá
tiempo "para sazonarlo con manteca y agregarle la carnita de puerco. Me
gusta que los compañeros coman sabroso. ¡Para que sigan luchando!"
Pero este movimiento no sólo involucra a gente
con historia, muchos jóvenes también se sienten parte de
él. Jorge Candelario tiene 23 años, es técnico en
agronomía y también ejidatario. "Mi familia tiene viviendo
aquí desde la época de mis tatarabuelos", relata, "y la casa
donde nacimos y crecimos también va a desaparecer de acuerdo con
los planos que nos han mostrado. Pero no sólo eso me ha motivado
a involucrarme; a mí me gusta estudiar los restos arqueológicos
y me doy cuenta de que vamos a perder nuestras raíces. No es posible
que nos digan que este pueblo tiene sólo 50 años, si mi bisabuelo
Inocencio Ordóñez peleó en la Revolución, vio
crecer este lugar. Si él luchó por estas tierras, ahora me
toca a mí defenderlas."
Este año tuvo una muy buena cosecha de maíz,
apunta, y con ese cereal también se dedica a engordar vacas. Con
esos datos rechaza la versión del gobierno federal de que todos
los terrenos son infértiles. "¿Cómo hemos vivido del
campo todos estos años?", pregunta.
Si se llegara a realizar el proyecto, señala Adán
Espinoza, los jóvenes del pueblo quedarían a merced de las
empresas extranjeras, que cotizarían su mano de obra muy barata:
"serían prácticamente esclavos". Para el resto de los pobladores
ni siquiera hay proyecto. A la entrada de San Salvador, apunta, hay una
maquiladora de nacionalidad coreana, Star Horse, donde a los trabajadores
como mínimo les piden que laboren diez horas, les dan quince minutos
para tomar café y no tienen derecho ni para ir al baño. Cuando
entran les hacen firmar su renuncia, para que no creen ningún derecho.
Hace meses algunos quisieron formar un sindicato y la empresa los despidió.
"Si dejamos que nuestras tierras queden en manos extranjeras se acaba nuestro
futuro. Sí, queremos que haya licenciados, doctores, ingenieros,
pero que la base del pueblo siga siendo la agricultura".
El dirigente reconoce sus limitaciones. "Nosotros sabemos
que ellos tienen todo para quitarnos nuestras tierras a la fuerza porque
tienen al Ejército y a la policía. Nosotros, en cambio, sólo
tenemos la razón para defendernos. Pero si no hay más vamos
a poner el pecho, pero no vamos a permitir que entren".
No parece fácil vencer tantas convicciones juntas.
Y si es cierto el pensamiento de Confucio de que el que tiene esperanza
lo tiene todo, habrá de batallar mucho el gobierno federal para
lograr su objetivo expropiatorio. Por lo pronto el movimiento de resistencia
ya tiene su corrido. Ezequiel Hernández, un comunero que nunca había
escrito anteriormente, es su autor. Aquí, todos aportan lo que pueden.
"Quiero contarles, señores/ lo que en Texcoco pasó:/ el presidente
de Atenco/ a su pueblo lo vendió/ con el maldito gobierno/ para
poner su aviación./ Muchas tierras de cultivo,/ muchas tierras de
labor,/ mucha gente trabajando pa' cultivar su frijol./ Los niños
ya están llorando por culpa de ese traidor,/ malditas las elecciones
que el campesino escogió./ Ya les quitaron sus tierras pa' que aterrice
un avión, /la gente está encabronada/ quiere linchar al cabrón./
Unanse todos los pueblos/ con palos y sus machetes/ para enfrentar al gobierno..."
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