Un día en la vida de Clarissa Dalloway Mónica Lavín no le tiene miedo a la señora Dalloway ni al genio literario que le inventó un mundo a Clarissa y decidió concentrarlo en un solo día de junio de hace setenta y ocho años. En este ensayo, la autora de Café cortado nos lleva de nuevo a ser testigos del carácter tieso, brillante y falso que, según la propia Virginia Woolf, posee uno de sus personajes más memorables, mismo que en Vanessa Redgrave encontró un inmejorable continente para ser plasmado en celuloide.
La señora Dalloway es sin duda una novela donde hay una búsqueda novedosa y audaz en la forma. Woolf escribe en su diario el 15 de octubre de 1923: "Creo que el diseño es mejor que en cualquiera de mis libros. Me atrevo a decir que tal vez no lo lleve a cabo. Estoy llena de ideas para él. Siento que puedo usar todo lo que alguna vez haya pensado. Ciertamente estoy menos contenida de lo que haya estado. El punto dudoso es el carácter de la señora Dalloway. Puede ser demasiado tieso, brillante y falso. Pero puedo convocar innumerables otros personajes para apoyarla. Hoy escribí la página cien. [...] Me tomó un año de andar a ciegas descubrir lo que yo llamo el proceso de túnel [tunnelling process], por el cual cuento el pasado a trozos." Cuando La señora Dalloway se publicó, fue acogida con entusiasmo y las ganancias (el sentido práctico de la vida nunca puede quedar al margen de las sutilezas escriturales) le permitieron instalar agua corriente en el cuarto de baño de su casa. Aunque tuvo que debatirlo con Leonard, quien quería que se invirtiera en el jardín más que en asuntos de comodidad doméstica. Contra su costumbre, Virginia Woolf mandó el manuscrito a su amigo el pintor con quien las discusiones sobre lo lineal y lo radial habían sido fundamentales. Raverat estaba gravemente enfermo y tres meses después de recibir el texto, murió. Virginia escribe en su diario que cuando recibió su carta sobre La señora Dalloway fue uno de los días más felices de su vida. Lo sabemos: un autor se desgaja a pedacitos en la obra que lo prolonga, en los personajes que lo habitan y que luego deja libres para que cobren vida bajo la complicidad lectora. Sin duda Virginia necesitaba al mundo de afuera para que resonara aquella búsqueda articulada, profunda y fluida que se había propuesto a lo largo de un día en la vida de Clarissa. Conocía de turbias oscuridades, de encierros, pero en ese momento la vida radiaba luz para ella.
La novela comienza cuando la señora Dalloway una mujer sencilla de clase acomodada, de cincuenta y poco años sale a comprar flores para la fiesta de la noche y culmina con la propia fiesta por la noche. Casualmente, esa mañana Peter Walsh ha llegado de la India y visita a Clarissa, de quien había estado tan enamorado. Ese largo día, entre la melancolía serena de Clarissa, el eterno amor de Peter Walsh, un individuo sin duda original, y la desesperada desolación de Septimus, Woolf ofrece una partitura de voces, preocupaciones, puntos de vista donde Virginia Woolf despliega la sabiduría acumulada a sus cuarenta y tres años. A lo largo de la novela destaca el tono de agradecimiento y de comprensión por las propias decisiones y cualidades del temperamento de Clarissa Dalloway (cuyo "único don era conocer a la gente, casi por instinto"). Es sin duda una mujer encantadora con una vida sin complicaciones, apacible, cómoda pero no menos intensa, a quien cimbra la noticia del suicidio de Septimus, que el doctor Bradshaw suelta indiferente en la fiesta. Sus pensamientos mientras se carea a solas con la noche son sobrecogedores. Ante el suicidio de Septimus reflexiona sobre cómo es posible tirar la vida que nuestros padres nos regalaron hasta entender a la muerte como una manera de comunicar. Una estaba sola. Era como un abrazo la muerte. Por instantes se sintió cerca de aquel muchacho que había tirado su vida. "En las profundidades del corazón había un miedo terrible. Ella había escapado pero aquel muchacho se había matado. Clarissa era una mujer atenta a una rosa, una mirada, la luz de su recámara... cualidades por las que Peter disfrutaba su compañía." Es el momento de revelación de la novela: la aceptación del miedo a la vida, la invitación de la muerte, la comprensión de un tiempo, de las fragilidades humanas, del tiempo personal. El amor ayudaba, pero no todos se podían salvar. Sólo el talento de Virginia Woolf pudo llevarla al armado de esta novela que tan pronto se mueve en el espacio pasando la estafeta de un personaje a otro como en la introspección de los personajes, en sus tiempos y tribulaciones. Con razón escribe al pintor Raverat que cuando se está en la página 259 no se puede tener clara conciencia de lo que aparecía en la página 31. Pero Virginia Woolf parece escoger el día de junio como la página total de la novela y en ella coloca el trozo de Londres por donde Clarissa se cruzará con Hugh Whitbread casi un lacayo de la corte y desde la florería verá la cara de Septimus que luego también verá Peter Walsh cuando salga de la casa de los Dalloway donde ha visitado a Clarissa. Y Elizabeth, la hija, se subirá a un autobús, mientras su padre camina rumbo a su casa y se detiene en un escaparate. Y Peter Walsh escuchará la ambulancia donde va Septimus, ya sin vida, y pensará que la ambulancia es el punto donde se tocan la vida y la muerte.
La película homónima filmada en 1998 es una extraordinaria adaptación de la novela de Virginia Woolf. Cuando de literatura llevada al cine se trata, los riesgos son muchos. En el caso de La señora Dalloway, donde predomina el fluir de la conciencia, los riesgos son mayores. Aunque lo visual es evidente en el entramado de los personajes a lo largo del día y del paisaje londinense, hay una complejidad en dar el peso necesario a la reflexión que es el sustento de la novela. Su razón de ser. La callada mirada de los personajes sobre las cosas. Sin embargo, la película logra dar ese peso de la introspección, las turbulencias de los personajes principales. ¿Cómo dejar huella de lo que es exclusivo de la literatura? Elijo pensamientos subrayables, como cuando Rezia pensó "que amar la convierte a una en un ser solitario" o Clarissa piensa que "había un vacío alrededor del corazón de la vida; una estancia de ático". Y cuando se refiere al amor hacia las mujeres: "No podía resistir el encanto de una mujer, no de una muchacha, de una mujer confesando, como a menudo le confesaban, un mal paso, una locura." O cuando piensa en su relación con Sally Seton: "Lo raro ahora, al recordarlo, era la pureza de los sentimientos hacia Sally. No eran como los sentimientos hacia un hombre. Se trataba de un sentimiento completamente desinteresado, y además tenía una característica especial que sólo puede darse entre mujeres, entre mujeres recién salidas de la adolescencia."
Cuando Clarissa se aparta de la fiesta y se acoda en la vida y en la muerte pensando desde su balcón, es preciso escuchar sus pensamientos y que el recurso no canse ni se vuelva artificial. La película está llena de la atmósfera que Woolf pensó en palabras. Los matices son comportamientos. Escenas claves como la de Elizabeth y la fanática y amarga religiosa señorita Kidman, acotadas en su esencia, el momento en que Richard entra en la vida de Clarissa y de Peter, cuando Rezia y Septimus ríen antes de la tragedia. Estoy segura que Virgina Woolf hubiera apreciado la colaboración de tres mujeres en una cómplice y amorosa propuesta cinematográfica de su extraordinaria novela. |