017a1pol
Rolando Cordera Campos
La circularidad del drama argentino
Pase lo que pase, el Congreso nos debe más de una explicación. No es la menor la que se refiere al ridículo sigilo con que han deliberado sin poder ofrecer resultado alguno que conmueva o valga, tanto desde el punto de vista de su valor político como desde el que marcan los ingentes requerimientos del Estado para cumplir mínimamente con sus obligaciones. De las promesas, mejor no acordarnos en estos días finales del primer año.
Se sabe, por ejemplo, que la Cámara de Diputados cuenta con una bien dotada oficina de análisis de las finanzas públicas. Se sabe también que ahí se realizaron cálculos y simulaciones sobre diversas opciones de política y reforma que, se supone, deberían haber orientado las discusiones de los diputados. Lo que no se sabe es por qué esos trabajos fueron embargados, por qué nadie o casi nadie hace referencia a ellos y por qué no se ha tenido la oportunidad de confrontar en público esas estimaciones con las que, se supone, realizó la Secretaría de Hacienda para diseñar su reforma hacendaria. Un ejercicio público como este tal vez hubiese arrojado luz sobre su calidad redistributiva, en la que sigue insistiendo el Presidente, así como sobre otros misterios financieros bien guardados por el secretario, como los ahorros logrados a costa de un gasto infame.
Pensemos un poco, antes de que anochezca, en el diabólico círculo que trazaron allá por los primeros noventa Menem y Cavallo y que tanto entusiasmo despertó en los vecindarios de Palacio Nacional y 5 de Mayo. De la panacea de entonces hoy se vive la caja de Pandora y la caja monetaria duerme ya el sueño de los injustos.
La lección es triste, y no sólo para los aprendices de brujo de las finanzas, sino también para los magos de la política democrática. Aquí, sin embargo, más que hacer política lo que se ha hecho es jugar, hasta la trivialización más grosera, con una experiencia de la que nadie está a salvo, con y sin blindaje, con y sin secretario de Hacienda y diputados heroicos.
Se ha buscado presentar la caída argentina como un mero resultado de la falta de acuerdo político, tal vez para jalar agua al molino del gobierno y sus inconclusas reformas. Lo que se soslaya es el hecho elemental de que en la democracia el acuerdo político no tiene por qué significar unanimidad, salvo en situaciones de auténtica emergencia nacional, como la que ahora vive Argentina. Pero a esta circunstancia se llegó no precisamente por la falta de empatía entre los partidos, sino más bien a partir de un consenso que se volvió celebración para luego tornarse desastre. Y esta es la enseñanza más importante, no la coyuntura lamentable en que cayeron De la Rúa y su frágil coalición ante la dura ambición de las bandas justicialistas.
Más que por un litigio interminable, Argentina desembocó en el pantano a través de avenidas que con toda calma construyó Menem con la sostenida aprobación y el aplauso del Fondo Monetario Internacional. Más que una disputa sin sentido, lo que llevó a Argentina a esta debacle fue, en todo caso, la falta de una confrontación política a fondo, que permitió a Menem y a Cavallo hacer lo que les viniera en gana por un buen número de años. Lo hicieron en democracia, pero con una mayoría aplastante que sólo oía la voz del amo.
Lo mismo podría comentarse de lo que se dice hoy sobre el endeudamiento. Para algunos exégetas de la alta finanza mexicana fue este endeudamiento lo que propició la caída gaucha. Sin duda el nivel de deuda en el que incurrió Argentina era insostenible, pero debe recordarse que esto formó parte de la receta en su conjunto, que el ahora tristemente célebre experimento argentino con la "caja monetaria" era y es inconcebible sin un acceso a montos crecientes de divisas que sólo la deuda podía proveer. El modelito así lo mandaba, y de Menem en adelante todos lo obedecieron casi sin chistar. La deuda, hoy sin control, es más que una causa el resultado inevitable de una política económica auspiciada y bendecida por las parroquias de la finanza internacional, en especial por los sacerdotes del Vaticano monetario que tiene su sede en Washington.
El empeño argentino contra la inflación fue sin duda exitoso y logró aplauso unánime. Sin embargo, muy pronto generó una enorme red de nuevos y viejos, aunque renovados, intereses financieros que hicieron imposible revisar los mecanismos de control, dejando al país y al Estado sin posibilidad alguna de cambiar lo que en rigor había dado ya de sí y cuyos costos eran evidentes desde que en 1998 Argentina entró en una recesión que se ha vuelto depresión terrible.
Los primeros síntomas de que se empezaba a caminar en círculos, sin avanzar un paso, se dieron cuando Brasil devaluó su moneda y dejó a su socio principal en el Mercosur a la deriva. De entonces para acá todo parece haber sido acumulación insensata de deudas privadas y públicas en dólares, ganancias especulativas y altas dosis de hipocresía en los círculos de poder internacional que llevaron a Buenos Aires al borde del abismo. Hoy los voceros amnésicos de esos circuitos no hacen sino gritar: "šal ladrón!" y piden a los argentinos paciencia y prudencia, limpieza en la casa, solidaridad con los de afuera para no contaminarlos.
No sobra repetir: la falta de acuerdo político pudo haber sido la causa inmediata del descalabro, pero con anterioridad se aplicó una estrategia cuyo excesivo "consenso" impidió al cuerpo político e intelectual argentino repasar en serio su experiencia. También, la deuda está detrás del presente laberinto, pero ésta no llegó de repente, en un frenesí de gasto o irresponsabilidad fiscal, como algunos sugieren: viene de atrás y fue, como la caja monetaria, apoyada y celebrada por todos.
Argentina es un país desgarrado; sus heridas y traumas vienen de muy atrás, quizá de los tiempos de Videla y Martínez de Hoz, cuando se intentó otro gran experimento de ingeniería social, para imponer una nueva civilización, en verdad cristiana y en serio exportadora. El saldo sangriento de aquellos días todavía les quita el sueño a los que sobrevivieron, mientras la desindustrialización mantuvo su marcha implacable y el desempleo se volvió cultura.
La historia del presente viene de aquellos traumas que llevaron al pueblo a aceptar casi lo que fuese. Hoy es tragedia injusta, si se considera el sacrificio continuado de esa nación. Nada se gana con banalizarla para ponerla al servicio de los intereses inmediatos y mezquinos de una política que no se atreve a mirar para dentro. Las lecciones para nosotros están por delante.
|