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Hermann Bellinghausen
Garzas limpias, garzas sucias
Un regular rebaño de nubes llena de blancos copos el azul de una mañana casi casi clara. El hombre viejo empuja el arado. El esfuerzo, a su edad, pesa el doble, pero lo ejecuta con la destreza que da haberlo hecho la vida entera, una y otra vez, como si hubiera nacido en el acto de empujar el arado manual, donde uno es el animal, el motor.
El hombre joven va paralelo y atrás, sucesivamente, tirando la semilla. De vez en cuando se aproxima al hombre viejo. Trata de escucharlo.Porque el hombre viejo va hablando. Habla en cualquier momento.
Serafín los acompaña con la coa al hombro, pero no la usa. No se preocupa ni por hablar, ni por escuchar las los otros dos. A ratos silba, canciones que sólo él conoce, no las saca del radio.
-Bocanadas de luz que se da uno en la montaña -dice el hombre viejo enlazado a uno de sus interminables recuerdos, que él ha aprendido a recordar siempre por primera vez. Adentro de él todo es nuevo.
El hombre joven se pregunta qué será esa montaña que el hombre viejo nunca nombra pero mienta sin cesar. Le ha preguntado, en ocasiones, y el hombre viejo responde con irritantes evasivas que en resumen le dan a entender "la tienes que encontrar por ti mismo", y un día mencionó que ni siquiera hay planos de ella.
Esta mañana el hombre viejo trae entremetido en el seso algo que el hombre joven no alcanza a interpretar.
-Hazte más pa'llá y tiralos así, de sesgo, los granos -y hace el ademán balancear un cuenco entre la palma y el puñado de dedos.
El hombre joven mete la mano al morral de las semillas y toma un puñito. Imita el cuenco del hombre viejo, balancea un-dos-tres, y tira el grano a la tierra removida, prieta, lista. Al hombre joven le parecen una parvada de garzas sucias de amarillo que se clavaran no sé dónde.
Al hombre viejo le parece un desempeño lamentable.
-Así como tiraste, mitad la semillas no cain paraditas, se desparraman en la orilla y la mata crece mocha, tenemos que arrancarla cuando desyerbamos. Así.
Y con la mano extendida hace un lento sube y baja como de quien mide nivel, indica una estatura o imita un hacha.
El hombre joven pensando en garzas. Y sucias. Se las arregla para rezagarse. Trata, ensaya la maniobra, a ver si sale.
Por momentos se entrecorta el aliento del hombre viejo. Es natural. Llama la atención que el mayor esfuerzo físico lo haga el hombre viejo. El hombre joven lo que viene entrenando es la mano, y Serafín, bueno, aparte de cargar la coa, no hace nada. Y silbar no cansa.
Sin afectar autoridad alguna, el hombre viejo es el único de los tres que tiene algo que decir, en parte por viejo, y en parte por diablo, al ser de esas gentes que saben cosas.
-A saber quien tiró la semilla en la montaña, pero el bosque creció parejo y así está siempre desde que me acuerdo.
-ƑDesde cuándo? -se hace oír a sus espaldas el hombre joven, apresurado. Por primera vez él, jadeando.
El hombre viejo ni lo piensa. Responde tan rápido que el hombre joven por poco y no escucha.
-Estaba yo chamaquito.
Ya ves, se dice a sí mismo el hombre joven, con desaliento calculado y alivio, este señor nació sabiendo. Veía las cosas desde chamaquito. En cambio yo, pasan los años y no se me pega nada de lo que aprendo. Él quisiera ahí dejarla, olvidarse de entender algún día qué es o cómo se llega a la dichosa montaña que a lo mejor ni existe. Pero el hombre joven tiene su propio diablo, que no lo deja, como si su curiosidad superara su inteligencia. Y por eso no para. El curioso siempre encuentra algo, aunque no lo entienda.
Sarafín, que ni habla ni escucha, que tiene cara de ignorarlo todo, sabe de qué van conversando el hombre viejo y el hombre joven, y también sabe lo evidente. Que este campo tristón que trabajan (bueno, Serafín es un decir; él silba) es la montaña de marras. O qué no ven que las bocanadas de luz los atragantan aquí cada mañana, que todo se ve clarito, o se sabe si va a llover, si se mueven las hojas de la arboleda de allá, si pasan los loros, o los zopilotes rondan algún desdichado, si las garzas brincan del potrero, limpias, sin manchas de amarillo como las imagina en sus granos el hombre joven, que como sea ya logró que dos, cuatro, ocho puños cayeran paraditos, como llovidos del filo de un hacha.
El hombre joven piensa en lo que vio esta madrugada al salir: un caracol en la mierda. El hombre viejo habla sin ser escuchado, empuja el instrumento de labrar, suda. Y el cielo azul, aborregado, bien aborregado.
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