La Jornada Semanal,  16 de diciembre del 2001                          núm. 354
 Eduardo Montes-Bradley

Leer en argentino

 
 “La lengua pura de la raza pura no existe, la lengua pura es la muerte”, nos dice Eduardo Montes-Bradley citando al italiano Bruno Arpaia. En México, la vivificante mezcla de idiomas que son muchos y uno mismo, como el español, tuvo en la mítica revista Billiken uno de sus más conspicuos impulsores. Así lo testimonia el director de este suplemento, que todos los jueves parecía ir a la Estación Retiro en Buenos Aires aunque no saliera de su natal Jalisco. Carlos Montemayor recuerda, gracias a las ediciones de Tor y Claridad, a “Dostoievski y Tolstoi en argentino”, y reconoce en “El perseguidor”, de Cortázar, sus primeros acercamientos al jazz. La sombra del autor de Rayuela, obra fundamental donde las haya, preside este artículo sobre el lenguaje y sus creadores.

Para los españoles es hoy una novedad ver cine en "versión original". Así le llaman a los títulos que no fueron doblados al castellano peninsular. Hasta hace unos años todo filme extranjero se doblaba asumiendo que a la gente le costaba leer los subtítulos y seguir la trama simultáneamente. De hecho, hasta se han llegado a doblar filmes mexicanos y argentinos porque el color de los regionalismos distraía a los espectadores. Quizá debamos leer rechazo en lugar de distracción y todo tendría un poco más de sentido. Pero lo cierto es que los parlantes ocultos tras la pantalla debían conjurarse para que el publico se viera reflejado en un espejo que le devolviera el tinte de que estaba hecho su verbo, su palabra.

A los argentinos, en cambio, no nos incomoda ver producciones españolas, italianas, suecas, polacas o norteamericanas en versión original; de hecho, nunca hemos sabido de otras. Las otras, las que pueden verse por televisión, forman un mundo aparte, un mundo catódico de sombras a la medida del hombre común. El espejo del cine para los argentinos es, a diferencia de "la caja idiota", uno más universal. Digo esto a raíz de una experiencia reciente, gracias a la cual conseguí reconciliarme en parte con ese reflejo, con esa universalidad con la que aprendimos a convivir en las matinés y trasnoches del cine antes y después de la televisión.

La experiencia se la debo en parte a Cortázar. Por él fui a México, por saber quién fue –mejor dicho quién es Julio Cortázar–, llegué a una ciudad en donde el lenguaje de los argentinos, esa manera tan peculiar de decir las cosas, tiene hoy exponentes cuyas primeras experiencias se remontan a la vida en pueblos del interior, a tardes de verano, a jueves por la mañana en un Jalisco a donde llegaba, plagado de ilustraciones y argentinismos, la misma revista Billiken que podía comprarse en los kioscos del foyer de la Estación de Retiro.

Hugo Gutiérrez Vega (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, Premio Jalisco de las Letras, Premio Nacional de Periodismo y Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde) es una voz reconocible entre los intelectuales mexicanos de hoy. La anécdota de los jueves "frente al puesto de periódicos" le pertenece. A Gutiérrez Vega le gusta referirse a esa experiencia y de cómo fue que aprendió a leer en argentino.

Carlos Montemayor (Premio Juan Rulfo por su cuento "Operativo en el trópico"), también recuerda la revista argentina y las ediciones accesibles de la Editorial Tor y Editorial Claridad, que se ofrecían a precios accesibles en las librerías en la capital Azteca. "Dostoievski y Tolstoi en argentino" comenta Montemayor, no sin cierta emoción al determinar que hubo un preámbulo cierto a las lecturas de la adolescencia entre las que destaca, particularmente, Rayuela.

Borges imaginaba en una de sus conferencias de la Universidad de Harvard que "en un futuro (y espero que ese futuro esté a la vuelta de la esquina) los hombres se preocuparán por la belleza". La referencia alude a las traducciones, a las naderías, a los reflejos que entran en funcionamiento para instalarse como prejuicios del lenguaje. Esos prejuicios, sutilezas quizá, son los que hoy nos obligan a buscarnos en un reflejo que acabe ahogándonos en nuestro propio lenguaje. Ya me lo había advertido Bruno Arpaia en Milán seis meses antes de mi viaje a México: "La lengua pura de la raza pura no existe, la lengua pura es la muerte, es un suicidio cultural."

En una entrevista concedida a Televisión Española, Cortázar advierte acerca del desprecio de que eran objeto los exiliados que llegaban huyendo del horror de las dictaduras sudamericanas. El hombre con ojos de sapo y andar pausado le recordaba a los españoles –en aquel 1977– que alguna vez Argentina y muchos otros países de América del Sur le había abierto sus puertas y su idioma a familias enteras durante la guerra civil. Alguien mencionó aquella entrevista, tonta por cierto, y me advirtió que la idea de Cortázar era decir aquello que dijo, denunciar aquella reacción abominable, aquel imperdonable desprecio. En un principio supuse que la justificación de aquella actitud de Cortázar frente a las cámaras de televisión podía encontrarla en Buenos Aires o en Barcelona. Sin embargo, haciendo caso al azar, que como también decía Cortázar, suele hacer las cosas mejor que la lógica pura, fui a dar con la respuesta más acertada en el lugar menos pensado. Y ese lugar fue, para mí, las confesiones de un periodista que aprendió a leer en argentino de las páginas del Billiken y de un intelectual, traductor de Carmina Burana y Safo, poeta y novelista que alguna vez urdió en la trama secreta de la literatura rusa, trasnochada en el verbo de una traducción argentina.

Recuerdo un texto de Cortázar en el que habla del viaje que hace una línea a la que cree ver partiendo de una fotografía para desplazarse candorosamente hasta aquellas otras líneas en la mano de un hombre sentado en su coche, un hombre que cierra esa mano en la que empuña un revólver con el que pone fin a su vida. Una vez más el azar, el mismo que lleva la edición de Billiken que mi padre leyó a solas a la sombra de un ombú en Rosario, a manos de un niño que aprende a leer en argentino a miles de kilómetros de distancia, en un universo tan dispar como imaginable. El mismo azar que me llevó a buscar en las inmediaciones del zócalo de Coyoacán una sombra, que en la sombra de Cortázar, haya sido su voz y la voz de otros, muchos.

En Tampico, al juego de la rayuela le dicen "el avioncito", morfología del lenguaje, color; en Jalisco al mismo lo llaman el "bebeleches", según recuerda Gutiérrez Vega sin tener ni la menor idea del porqué. Todos los juegos, el juego. Y qué importa pensar en "bebeleches", "avioncito" o rayuela en tanto estemos siempre aludiendo a lo mismo con una complicidad que incluya todos los matices, todas las impurezas.

Por momentos extraño la eñe en mi teclado anglosajón en el que escribo estas líneas. Busco los acentos en la paleta de letras y ellas juegan a las escondidas, disimulando su apariencia.

Montemayor y Gutiérrez Vega coinciden en que los escritores que marcaron a su generación fueron –entre un puñado– Carpentier y Rulfo, pero sobre todo el Julio Cortázar de aquellos años fundamentales en los que se acentuaban las voluntades políticas por las que el argentino tenía particular interés.

Para Montemayor existe otro dato a tener en cuenta. El autor de Las llaves de Urgell y Guerra en el Paraíso recuerda que su aproximación al jazz, la suya y las de sus compañeros de estudio en la Facultad de Filosofía por aquellos años, vino de la mano del cuento "El perseguidor". Resulta cuando menos curioso el viaje de esa línea que, como en el relato del suicida, recorre el perfil de la barra de un bar en Nueva York en el que Parker y Gillespie reinventan la música. Una línea que se asoma a una ventana en Chivilcoy para luego cruzar el charco e instalarse firme en la mirada de Cortázar. Resulta cuando menos curioso que el jazz llegue a la sobremesa de un grupo de estudiantes mexicanos de la mano de "El perseguidor", habiendo –como dicen los expertos– un Mississippi, línea recta si las hay. Charlie Parker visita a Montemayor de la mano de Cortázar en la capital mexicana y el Billiken despierta la curiosidad de un niño en Jalisco que acabará por convertirse en hombre que dice no ser ya un niño y haberse preparado para recibir al autor de Los premios en esas primeras lecturas. "Habíamos hecho méritos", confiesa, con su revista de los jueves primero, con los tangos y los filmes de Libertad Lamarque, con las gambetas de Moreno, a quien recuerda como wing derecho del Club España y maestro de toda una generación de futbolistas mexicanos. "No era un mundo extraño al que nos acercaba Cortázar", confiesa Gutiérrez Vega, "en México ya estábamos preparados para el encuentro."

Carlos Montemayor prefiere hablar de corredores intecomunicados, que lo llevaron de Arlt a Quiroga, de Macedonio Fernández a Borges, a Bioy Casares y a Cortázar. Para él, ellos forman parte de una constelación de amplia militancia en las fisuras de la realidad. "Detrás de la realidad hay otras realidades", me recuerda Montemayor, para quien se trata de realidades disímiles, realidades ilusorias o terribles que forman parte de la multiplicidad de mundos que él mismo hereda de aquellas lecturas.

Hay algo en las "versiones originales" que nos despierta a otras realidades, algo que no se puede doblar, algo que nos hace universales ante los demás. Es curioso escuchar hablar a los mexicanos de nosotros, que tantos esfuerzos hemos empeñado por sentirnos parte de una América de la que no podríamos jamás desvincularnos. Gutiérrez Vega, antes de marcharme de su casa, una casa que me recuerda la mía, a muchas otras, me dijo que pensaba que los argentinos, en las historias de Cortázar, se adaptaban a una Europa en la que enloquecían los personajes mexicanos de Sergio Pitol. Al respecto agrega: "No en balde decía un virrey de la Nueva España, refiriéndose a un minero de Guanajuato que llevaba cierto tiempo ya en Cádiz, que en él ya se observaba la piel amarillenta y la mirada perdida que adquieren los mexicanos después de varios meses fuera de su país." "No es el caso de los argentinos –agrega–, que se adaptan gozosa o trágicamente a otras muchas realidades."


Tomado de La Nación,
Buenos Aires, Argentina.