MARTES Ť 4 Ť DICIEMBRE Ť 2001

Ť Teresa del Conde

Museo de arte abstracto

Uno de los más grandes placeres que puede deparar la vida es visitar museos, y no sólo museos de arte, pero naturalmente que dados los quehaceres existenciales, éstos ocupan para mí una prioridad. La visita que más me ha gratificado en este año a punto de terminar tuvo lugar en Zacatecas, donde conocí la ampliación y la nueva lectura museográfica del recinto que ha propiciado allí Manuel Felguérez. Gracias a su generosidad, a su tenacidad, a su capacidad de convocatoria y a su deseo de hacer valer las expresiones de la segunda mitad del siglo XX, principal, pero no únicamente mexicanas, la capital de ese estado cuenta ahora con un museo único en el mundo y que tiene su antecedente (más discreto) en las casas colgantes de Cuenca, España, donde también se instaló un espacio predominantemente de pintura abstracta, sin los beneficios museográficos de los que goza el que ahora comento.

Comenzando por el edificio, una construcción amplísima del siglo XIX, con ornamentación neogótica que no ha impedido la utilización de muros y corredores, pues los macizos predominan sobre los vanos, las salas son generosas y los aditamentos para la museografía son los adecuados.

Pero es la colección la que sorprende porque hace ver, a cualquiera que la observe, los múltiples veneros que ha presentado el arte no figurativo, principalmente mexicano. Por supuesto hay un núcleo monográfico referido, como es natural, al propio Felguérez, pero él ha querido que esa sección se vea ''en contexto'', de modo que Vicente Rojo, Kasuya Zakai, Maka, Lilia Carrillo, Fernando García Ponce, Tomás Parra, Arnaldo Coen, Luis López Loza (con uno de los cuadros más bellos de todo el conjunto) quedan dialogando ?y de manera muy adecuada? unos con otros en la sala primera.

En la sala II se pueden ver las obras del Pabellón de Osaka, tamaño mural, por primera vez todas reunidas. Es impresionante encontrarse entre ellas, si bien unas son mejores que otras. A esto sigue la generación siguiente, en la que están representados en diferentes ámbitos prácticamente todos los que se han pronunciado por los veneros de la abstracción en algún momento de sus respectivas trayectorias. En algunos casos la representación individual no es todo lo excelente que fuera de desear, pero puede decirse que la mayoría de la selección cumple con su función estética.

Desde luego que los zacatecanos están incluidos, pero hubo la moción de presentarlos simplemente como mexicanos, algo que me parece un acierto incontestable, como lo es también haber incluido a artistas latinoamericanos de otras latitudes en sus respectivos contextos generacionales. Las esculturas dan especial lucimiento a los corredores centrales y marcan pausas en las salas, pero el llamado ''Patio de las esculturas'' (donde están varias piezas de primer nivel del propio Felguérez) destaca por su sobriedad, su buena disposición y su atención a la tradición, pues recuerda otros ámbitos recorridos en museos de diferentes países.

La pieza pictórica clave de Felguérez se encuentra en el testero de la capilla y es una obra monumental en varios planos, como un retablo, que yo emparenté inmediatamente con el martirio de San Bartolomé del ''españoleto'' José de Ribera (siglo XVII). No anduve mal, porque se titula simplemente ''los mártires''. El arte llamado ''sacro'' sigue produciéndose en los albores del siglo XXI. El concepto de religare (no otra cosa debiera ser el motivo principal de toda religión) es en todo el museo muy patente.

Se alberga allí un taller de grabado -ya en funcionamiento- que está llamado a convertirse en una institución tan importante como el Tamarind. Los artistas residentes que han trabajado allí no necesariamente son abstractos, lo cual es también un acierto porque de la producción gráfica puede surgir un importante núcleo de ayuda para la manutención del propio museo, que cuenta con librería y un auditorio estupendo.