martes Ť 4 Ť diciembre Ť 2001
Marco Rascón
Testimonio
El 16 de enero de 1972 fui detenido en mi domicilio en Chihuahua, Chihuahua. Mis hermanas, Verónica y Cecilia, y los vecinos del barrio fueron testigos de mi detención. Fui trasladado a los separos de la policía judicial del estado, donde fui recibido por el jefe de la misma, José Chávez, el procurador Antonio Quezada Fornelli y agentes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y de la Policía Judicial Federal, los cuales empezaron a interrogarme a golpes sobre mi participación en los asaltos bancarios del día anterior. De pronto dejaron de golpearme para conducirme frente a otro detenido que se encontraba sentado en un sillón, entre otros dos agentes también presentes en la oficina del jefe de la judicial. En el careo, el procurador me dijo: "te presento al señor Raúl Díaz". "Yo no lo conozco", respondió el otro detenido adelantándose a mi respuesta. "Yo tampoco", dije, y nos separaron.
En la madrugada encendieron la luz de mi celda y entraron en tropel varios agentes que me gritaron: "šya le dimos en la madre a tu jefe! El pendejo se quiso meter al Puerto de San Pedro (casa de seguridad tomada desde el 15 de enero y señalada en los diarios del día 16 como cuartel general). "ƑQuién era?", pregunté en cuanto vi, vivo y detenido, a Diego Lucero, a quien conocíamos como Raúl Díaz. "El tal Diego Lucero", me dijo uno de ellos. Mi confusión se fue aclarando cuando varios agentes llegaron y me dieron la versión del enfrentamiento a tiros de Diego con los agentes, hasta que a un funcionario de la procuraduría, profesor mío de historia en la preparatoria, le solté: "yo vi vivo a Diego. Ayer me careó con él Quezada Fornelli". El funcionario sólo me hizo una seña con la mano indicándome que guardara silencio y salió.
Al día siguiente, por la mañana, me sacaron de mi celda para subirme a un carro junto con Francisco Pizarro, detenido la noche anterior. Ambos fuimos trasladados a otro coche en cuyo asiento delantero iba el jefe de la quinta Zona Militar, Fernando Pámanes Escobedo, años después gobernador de Zacatecas. Nos llevaron a unos llanos cerca del aeropuerto, y dentro del carro fuimos interrogados sobre la presencia del grupo en la sierra. Dijimos no saber nada ni tener nada y empezaron a presionarnos para que saliéramos del auto y corriéramos. Tanto Pizarro como yo les dijimos que si querían matarnos lo hicieran ahí. Luego de unos minutos de tensión, Pámanes nos dijo: "ya se van, ojalá allá salgan vivos" y nos llevaron al bosque de Aldama a esperar la llegada de un avión militar que se estacionó en el fondo de la pista, y ahí, con los motores aún prendidos, nos subieron, encapuchados, y nos sentaron en lugares separados, mediando golpes, amenazas e insultos.
Aterrizamos y llegamos a un lugar desconocido. A las pocas horas, escuché desde mi celda toques de bandas militares y ordenanzas. Me preguntaba si estaba en Chihuahua aún, pues uno de mis carceleros tenía acento regional y empezó a hablarme de conocidos; a los dos días me dijo que estaba ahí, porque era halcón y había estado el 10 de junio en San Cosme.
Al día siguiente fui sacado de la celda y trasladado a un salón. Ahí me quitaron la capucha mientras me golpeaban e insultaban. Ahí sentí la primera descarga eléctrica y vi la cara del que la portaba, que después reconocí por fotografías: Miguel Nazar Haro. Durante varios días me interrogó y me torturó junto con Pizarro. Ahí Nazar soltó la noticia de la muerte de Ramiro que los diarios chihuahuenses reportaron como "suicidio".
Al ser trasladado de nuevo a Chihuahua me enteré de la "fuga" y asesinato de Gaspar Trujillo, otro de los compañeros que "quiso huir por el monte", junto con Hectór Lucero, hermano de Diego. En mi declaración preparatoria está la denuncia y este testimonio de que vi a Diego vivo, lo cual fue desestimado por el Ministerio Público y el juez de primera instancia.
Durante los asaltos del 15 de enero habían muerto en un enfrentamiento con el Ejército Avelina Gallegos y Oscar Montes, así como la cliente Magdalena Contreras; asimismo resultaron heridos Pablo Martínez del grupo y el subteniente del Ejército Enrique Espino, quien abatió a Avelina. Poco después del enfrentamiento, la ciudad de Chihuahua fue puesta en estado de sitio por órdenes del gobernador Oscar Flores Sánchez, quien decidió directamente dar muerte para escarmiento a los detenidos: Diego Lucero, Ramiro Díaz Avalos y Gaspar Trujillo. Sus crímenes permanecen impunes.
Las oligarquías regionales atizaron la represión y la violación del estado de derecho. En Chihuahua, Guerrero, Nuevo León, Oaxaca, Jalisco, Sinaloa y Baja California los crímenes fueron legitimados como una cruzada contra la subversión comunista y extranjera. Nunca la unidad nacional había tomado un camino tan sangriento e ilegal, lo cual por las responsabilidades del presidente de la República en turno, la Suprema Corte de Justicia, encargada de vigilar por el estado de derecho y el respeto a las garantías individuales, son responsables de esa guerra sucia que combatió no a unos cuantos grupos, sino a una generación completa de jóvenes mexicanos.
Años después, en 1998, en un encuentro casual con Luis Echeverría le solté que había estado preso en Chihuahua. Me tomó del brazo y me preguntó con interés cuáles eran nuestros motivos para tomar las armas. Le contesté que antes del 10 de junio todavía discutíamos si lucha armada o lucha política, pero que el jueves de Corpus acabó con esa discusión. Echeverría a botepronto me dijo: "los halcones se hicieron para evitar el desprestigio del Ejército". Ť