TOROS
Ť Después de 15 años de ausencia, vergonzoso retorno de San Mateo
Ayer Morante de la Puebla toreó al natural como un verdadero príncipe
Ť Bien, Ochoa y Garibay Ť Ricardo Balderas debutó prudentemente como juez
LUMBRERA CHICO
No se puede andar por la vida arrastrando el prestigio de una ganadería legendaria como San Mateo y reaparecer en la Monumental Plaza México (hoy tan Muerta), después de quince años de ausencia, con un encierro tan descastado como el que ayer liquidó las aspiraciones toreras de Fernando Ochoa, Morante de la Puebla e Ignacio Garibay, durante la sexta corrida de la temporada menos chica 2001-¿2002?
Avido de trascender en la que un día fuera la plaza más importante de América, el sevillano José Antonio Morante Camacho regaló por ello un séptimo cajón de Julio Delgado, y aunque este Charrito, de esmirriados 480 kilos, resultó ser un castaño mulato de escaso trapío y pobre de cuerna, tan débil de remos como los seis mansos del encierro original, el europeo logró hacerle una faena inconclusa, en la que dejó para el recuerdo imborrable unos soberbios naturales aislados y unos detalles de arte purísimo.
Metido
en sí mismo, decidido a disfrutar de su trabajo a pesar de los pesares,
Morante de la Puebla bajó y corrió la mano izquierda
como si un dios alado le susurrase al oído indicándole la
cadencia, la profundidad y el sentimiento que dotaba a la escena del pase
en redondo con una belleza irresistible. Y cuando el bicho se le quedaba
en la suerte, giraba en sentido inverso con un recorte y arrimaba la cadera
a toro pasado en un gesto de voluntad estilística que ya había
hecho al final de sus dos hermosísimos y pausados quites, uno por
verónicas y otro por desmayados mandiles.
"Con esto nos pagó la tarde", gritaban extasiados los aficionados de verdad, ahítos frente a la evidencia de lo imposible, en una tarde en que el propio Morante y sus compañeros de cartel, Ochoa y Garibay, habían derrochado inútilmente valor y entrega para alegrar la embestida de las momias de San Mateo.
Por desgracia, obvia desgracia, como el Charrito de regalo no se sostenía en pie, Morante lo pinchó dos veces y luego lo descabelló con donosura, para llevarse, en pleno anticlímax, una ovación consagratoria y los gritos unánimes de ¡torero, torero!, que lo hacen merecedor de nuevas oportunidades en estas tierras, de las que mañana se irá, empero, con las manos injustamente vacías.
Pésimo encierro de G. Villaseñor
Algo ocurrió en la Comisión Taurina del DF, algo ignoto e inexplicable, pero lo cierto es que ayer debutó como juez, y nada mal por cierto, el sempiterno asesor de jueces Ricardo Balderas, que estuvo discreto y puntual, sin hacerse notar lo que ya es ganancia. Curiosamente, el boletín oficial de la plaza dedicó su editorial de esta semana a lamentar el despido de Guillermo Salas, viejo cronista de El Universal, dócil siempre a los desmanes del cacique Rafael Herrerías, y a satanizar el nombramiento de Rafael Cardona, a quien acusan de "antagónico". ¡Muchos días de estos!, habría que decirle a Ealy Ortiz en respuesta.
Por lo demás, ayer no se vio nada de nada, sino miserias, por lo que al ganado toca. San Mateo envió seis toros, la mayoría de ellos bizcos de pitones, morrilludos, rabilargos, idénticos en el peso los más, pero con una patente falta de bravura y fijeza. Cómo estarían las cosas que allá por el
cuarto de la tarde, alguien desde el primer tendido de sombra gritó: "Tres, dos, uno, cero, ¡chingue a su madre el ganadero!", y la plaza entera, con su casi media entrada, saludó la ocurrencia con una ovación.
A Fernando Ochoa le salió el menos malo de los San Mateos, Apolo, de 468, un negro bragado, coletero y lucero, descarado de pitones, muy bien recortado en su fina estampa, y muy cálido al embestir, lo que demostró desde los primeros capotazos del michoacano. Pero después de tomar una vara se agarró al piso y se fue a pique.
Muy valiente, con Poseidón, de 485, Ignacio Garibay fue sacado a saludar al tercio después de jugarse la vida con tal manso, pero lleno de rabia al ver las pésimas condiciones de su segundo enemigo, Odiseo, también de 485, decidió torearlo en tablas, ante la mismísima puerta de toriles, con el visible afán de humillar a Ignacio García Villaseñor, el ganadero, a quien otra voz desde el tendido aconsejaría cambiar el nombre de su empresa, porque, como ya se dijo, no se puede andar por la vida arrastrando el prestigio legendario de San Mateo, sin recibir un cúmulo de mentadas de madre en el intento.