LUNES Ť 3 Ť DICIEMBRE Ť 2001

Ť José Cueli

Embrujo sevillano de Morante

Embrujó a los aficionados y al toro Morante de la Puebla, quien conserva la más pura, cerrada, hermética, austera tradición de torear a la muerte auténticamente, recreando al ensueño inefable de la poesía, lo inasible de la alegría y tristeza y el recogimiento del girar a los toros hacia dentro del cuerpo, en suaves melodías interiores, mágicas prolongaciones inacabables.

Su torear fue a más de ser encantado, fusión de diversas tendencias taurinas, opuestas en su esencia, al adquirir fascinadoramente la matizada y delicadísima espiritualidad sevillana. Esa pompa fulgurante, ese fausto suntuoso, esa exaltación de carácter fatalista que, de pronto, levantó el ser inmovilizado al agitar su espíritu desmayado y perfuma a la Plaza México con el genio de su magia.

Todo en Morante hechizado y dominador se levantaba sobre la cultura sevillana que le da la esa profundísima sugestión indecible, en la cual nada atraía, ni absorbía tan imperativa y, al mismo tiempo, tan dulcemente como sus contrastes; el miedo de la muerte y lo imprevisto de sus magias, el secreto de su encantamiento y la escueta y concentrada elegancia de su movimiento frente al toro.

Peregrinando en la extraña fiebre de los ruedos de Andalucía, penetró en la luz velada de sombras transparentes y fluidas que recogen gravemente el espíritu y lo disponen al condensado y hondo goce del sentir espiritual. Todo reflejaba una palpitación ardorosa y exquisita.

Todo representaba una ansia viva y angustiosa de belleza, estando muerto; evocadora del arte, del ensueño esplendoroso del amor trágico -sin filosofía, ni sicología-, la poesía desgarradora que lo agitaba y le permitió crear toda esa fulgurante hechicería de su torear.

En Morante, cada verónica, media verónica, o pase natural tenían un aroma distinto que despertaba infinitas sucesiones de imágenes y producía perturbadoras embriagueces, e indecibles vértigos de sensualidad. Fue el torero de los aromas y los duendes negros que nos transportaba al paraíso siempre fresco de la sexualidad incansable, sin principio, ni final, al salir a torear estando ya muerto.