Ť León Bendesky
Año uno: sin novedad en el frente de la política económica
El primer año de gobierno del presidente Fox no fue como lo imaginó. En su propia visión del cambio había algo que se mantenía constante y era el manejo de la economía. Entre 1996 y 2000, después de la crisis, la producción creció más de 5 por ciento en promedio anual, la inflación se reducía
y el valor del peso frente al dólar tendía incluso a apreciarse; el déficit fiscal había disminuido significativamente y no había presiones sobre las cuentas externas que pusieran en riesgo la estabilidad.
No parecía haber razón alguna para modificar las políticas que se estaban aplicando. Es más, se podía capitalizar lo que Ernesto Zedillo le había heredado y, sobre la base de una economía en apariencia saludable, emprender el cambio ofrecido al país en otras áreas de la administración. La misma elección del equipo que dirigiría la Secretaría de Hacienda indicaba la decisión de continuar por el mismo camino, en mancuerna con el Banco de México, que había fijado ya la meta de llegar a una inflación de 3 por ciento en 2003.
Desde antes de que iniciara el gobierno, el 1º de diciembre de 2000, había ya señales de que la economía de Estados Unidos perdía el vigor de su crecimiento, que se extendió durante 10 años. Esa señal fue incorporada en la estimación original del crecimiento económico de 4.5 por ciento que se presentó en el primer presupuesto de este gobierno, pero las condiciones han sido más adversas de lo que se pensó. Las expectativas se fueron reduciendo rápidamente, al tiempo que se recortaba el gasto público, y en sólo seis meses el crecimiento del producto pasó de una tasa de 7 por ciento registrada en 2000 a cero al final del segundo trimestre de 2001. Esta es una variación muy abrupta y en un plazo muy corto, por lo que habría que interpretarla más allá de cómo se está haciendo convencionalmente, a partir de la coincidencia de los ciclos económicos en los dos países.
Hay,
por supuesto, en este comportamiento un efecto externo poderoso, que es
la caída de las exportaciones al mercado estadunidense asociado
con la recesión. Pero hay igualmente un efecto generado por la debilidad
del mercado interno, que no tiene capacidad de sostener un mínimo
nivel de actividad económica sin el estímulo del exterior.
Hasta octubre se habían perdido más de 400 mil empleos, cifra
que debe agregarse al 1.2 millones de personas que entran al mercado de
trabajo cada año.
La política de apertura económica y de integración al mercado estadunidense se combina con la actividad de un sector de la producción ligado estrechamente a las corrientes de inversión extranjera y del comercio; es decir, las empresas que realizan la mayor parte de la exportación y la importación, con un sector que exhibe una gran desarticulación en el campo de la producción interna. Esta condición no tiene causas naturales, sino que viene del modo en que se estableció el proceso de rápida liberalización financiera y comercial, y del marco en que se negoció el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Es, por ello, un producto de la propia política económica. El diagnóstico que hizo al respecto el presidente Fox mantuvo los mismos criterios con los que operaron los tres gobiernos anteriores, y con ellos se sigue conduciendo la política comercial. Esta excluye la promoción efectiva de la producción nacional mediante los instrumentos de la política industrial apoyada en medidas fiscales y financieras. Por ello la competitividad es un proceso que no tiene expresión práctica para la gran mayoría de las empresas del país. Mientras el sistema económico en su conjunto no sea competitivo, el crecimiento será un proceso muy concentrado sectorialmente y tendrá un carácter episódico, como ha sido la experiencia en los últimos 20 años.
En el terreno de las finanzas públicas, el aún joven gobierno ha tenido que reconocer que hay déficits más grandes que los usualmente aceptados. Esto se ha hecho sólo a medias, pues ahora se lleva una especie de doble contabilidad: por un lado el déficit medido de manera convencional, y que es de alrededor de 0.6 por ciento del producto, y, por otro lado, los llamados requerimientos financieros del sector público, que alcanzan 3.2 por ciento del producto y que todavía no cuentan todo lo que el gobierno debe eventualmente pagar. De esta manera se sigue posponiendo la consolidación total del déficit y el inicio de un verdadero saneamiento de las finanzas públicas, con lo que obviamente no va a desaparecer la deuda.
En este caso, también el presidente Fox ha optado por seguir la misma práctica de la gestión fiscal que recibió. Su segundo presupuesto, ya en manos del Congreso, es insuficiente para cubrir las necesidades de gasto, especialmente en los rubros sociales y de infraestructura, y se continúa supeditando al pago de los intereses de la deuda pública, incluyendo los pagarés del viejo Fobaproa. El presupuesto no está cumpliendo con su función esencial, que es servir como una referencia sólida para la administración de la economía. Apenas a unos cuantos días de presentado, se han tenido que modificar a la baja las estimaciones de crecimiento del producto y del precio del petróleo, que es un componente esencial de los ingresos públicos. La evolución de la economía continúa atada a los bajos ingresos tributarios y al precio de un solo producto.
El presidente Fox argumenta que la debilidad fiscal del Estado puede superarse si se aprueba su propuesta de reforma fiscal, que aumentaría los ingresos provenientes de los impuestos mediante la aplicación generalizada del IVA a una tasa de 15 por ciento. Pero en este caso es igualmente claro que se mantiene el criterio con el que se ha venido pensando la política fiscal y que rechaza la gestión del impuesto sobre la renta como base de la recaudación. Su iniciativa de reforma lleva incluso a una pérdida de los ingresos generados por este impuesto, y se evita la medida de acumular todas las fuentes de ingreso de las personas físicas. Es sobre la base de una suficiente recaudación por renta que el IVA puede cumplir una función recaudatoria adicional, sin una excesiva presión sobre una sociedad pobre como ésta. La pobreza del Estado mexicano es un lastre para la economía y para la sociedad, y su superación es una de las reformas verdaderamente estructurales que se necesitan en el país.
Es la política monetaria la que mantiene amarrado el funcionamiento de la economía. En este terreno el banco central tiene bastantes argumentos para continuar la misma gestión de años recientes. A su favor tiene la estabilidad financiera, que se expresa en menores tasas de inflación, de interés y en el régimen cambiario flexible, que ha permitido la apreciación del peso frente al dólar. Esta política ha permitido aislar de alguna manera el circuito de exportación y del dólar, a manera de preservar el llamado equilibrio de las cuentas externas, por lo que la economía, a pesar del crecimiento cero, no ha llegado a la orilla de una crisis cambiaria y del resurgimiento de la inflación. Una de las pruebas por las que deberá pasar la gestión monetaria será la de los efectos adversos que puede todavía tener una baja sustancial del precio del petróleo, que presione la disponibilidad de divisas y de ingresos fiscales.
Pero si el circuito del dólar se ha aislado hacia adentro, ha reforzado la dependencia de la actividad productiva con respecto al comportamiento de la economía de Estados Unidos. Al respecto suele decirse que dicha dependencia es virtuosa, puesto que se alcanzaron altas tasas de crecimiento en los años anteriores, pero eso no quita que la superación de la debilidad de largo plazo del crecimiento en México y de su gran volatilidad requiera del fortalecimiento del mercado interno. Eso es precisamente lo que no ha logrado la política monetaria que han creado dos economías que no se reconocen y entre las que no existen formas efectivas de articulación.
Entonces surge la pregunta acerca del significado de la estabilidad que se ha alcanzado. El discurso en torno de la política monetaria no hace referencia explícita alguna acerca del funcionamiento del sector productivo, al cual debería favorecer para generar más riqueza. La gestión monetaria no ha logrado tampoco rehacer el sector bancario para que cumpla con las funciones de intermediación y financie la inversión; al contrario, los bancos siguen costando una fortuna anualmente a la sociedad. Al parecer la idea detrás de dicha política es que la estabilidad por sí misma generará las condiciones propicias para la inversión, la creación de empresas y empleos, lo que provocará los círculos virtuosos de la competitividad internacional. El presidente Fox ha aceptado la hipótesis del automatismo de las fuerzas del mercado y rechaza formas de intervención que otros gobiernos practican sin ninguna vergüenza. Es mejor, sin duda, tener una economía estable en términos macroeconómicos, pero esa victoria será insuficiente si no se manifiesta en la oferta central del cambio en el campo de la economía: más oportunidades de inversión productiva rentable, más fuentes de trabajo bien remuneradas y mayor bienestar general para la población.
El parte económico del final del primer año de gobierno puede resumirse escuetamente: sin novedad en el frente, en la manera de hacer las cosas, a pesar de que la producción se desinfló por completo, que cambiaron las expectativas 180 grados y que, una vez más, habrá que posponer los rendimientos positivos de la actividad productiva.