Ť Carlos Marichal
Cómo financiar el déficit en 2002
Es evidente que en 2002, la administración de Vicente Fox tendrá que incurrir en un déficit sustancial pese a las declaraciones de estricta ortodoxia del secretario de Hacienda y de sus consejeros del Fondo Monetario Internacional (FMI). El virtual fracaso de la reforma fiscal, la caída de los precios del petróleo y la recesión económica mundial apuntan al desenlace inevitable. El gobierno tendrá más obligaciones que las que pueda cubrir solamente con recursos ordinarios.
Ello no tiene nada de extraño ni de sorprendente. La mayoría de los países avanzados contemplan déficits moderados sin terror, ya que se financian con pequeños aumentos de la deuda pública interna. ¿En qué consiste esa deuda? En la emisión de bonos y/o letras de tesorería pagaderas en moneda nacional a plazos y tasas variables. ¿Quiénes pueden comprar esos títulos? Cualquier inversor, desde el más chico hasta el más grande. Es una deuda casi democrática.
En contraste, en México la emisión de la deuda interna pública se dirige casi exclusivamente a los inversores muy ricos. El Banco de México y la Secretaría de Hacienda mantienen una vieja alianza con esos sectores y con una banca que casi siempre ha estado demasiado estrechamente vinculada a las autoridades financieras. El resultado es que suelen diseñarse operaciones de deuda pública que favorecen de manera notoria a los grandes deudores. Es una deuda oligárquica y nada democrática.
Recuérdese si no la situación en 1994, cuando se emitieron enormes cantidades de los nefastos Tesobonos, instrumentos diseñados expresamente para proteger a los mayores inversores contra una devaluación cada vez más probable. ¿Cuánto costaban los Tesobonos? Pues nada menos que el equivalente a cien mil dólares por cada uno de estos extraños bonos. Evidentemente, dichos títulos públicos no estaban destinados a los pequeños inversores. Fueron los grandes tiburones de las finanzas mexicanas los que se beneficiaron de su compra y obtuvieron ganancias absolutamente espectaculares con su pronta liquidación en el transcurso de 1995.
Estos pagos, recordemos, requirieron dos préstamos jumbos del Tesoro de Estados Unidos y del FMI, los cuales fueron amortizados luego por el pueblo mexicano a través de los recursos de Pemex. Así, las ganancias del petróleo mexicano se utilizaron para este fin en vez de destinarse a inversiones en educación, salud o infraestructura pública.
Esta forma de financiar déficits en beneficio de los individuos más ricos de la sociedad mexicana -en contubernio con el Banco de México- no debe continuar siendo el mecanismo idóneo para financiar déficits en un régimen político que se supone en plena transición hacia la democracia. Se trata ahora de que el gobierno proponga nuevos instrumentos de emisión de una deuda pública que podría utilizarse para gastos sociales indispensables. Ello podría realizarse por medio del lanzamiento de bonos populares con las mismas tasas que las que ofrecen los Cetes o bonos destinados a los inversores ricos.
Bien podría emitirse una deuda pública social que ayudara a cubrir un déficit público de, digamos, 3 por ciento del PIB para tener un margen de maniobra en el gasto público y no sacrificar las necesidades fundamentales de las grandes mayorías del pueblo mexicano. Una propuesta de este tipo podría atraer un fuerte número de inversores chicos que recibirían rendimientos tan atractivos y seguros como los más; así, el servicio financiero que paga el Estado dejaría de ser un virtual monopolio de los millonarios de nuestra sociedad.
En resumidas cuentas, es necesario pensar en el déficit futuro en México sin miedo y sin dogmatismo.
Las enormes necesidades sociales de una población ya muy grande son una realidad patente. No puede eludirse la responsabilidad de intentar cubrirlas, año por año. Pero ello no debe efectuarse en función de un mercado financiero que es domicilio casi exclusivo de los inversores más ricos. Se necesita democratizar el mercado de capitales y en particular de los valores públicos. La democracia política debe conllevar también la democracia fiscal y financiera.