Espejo en Estados Unidos México, D.F. miércoles 28 de noviembre de 2001
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Editorial

NUNCA MAS

SOLEn los años setenta y ochenta del siglo recién pasado, el Estado mexicano cometió atrocidades semejantes a las de las dictaduras militares que por ese entonces ensangrentaban el Cono Sur y Centroamérica. El régimen político mexicano se presentaba ante el mundo como un islote de institucionalidad y legalidad --si no es que de democracia-- en un hemisferio plagado de regímenes castrenses que masacraban a sus respectivas poblaciones con la bendición y el apoyo del gobierno de Estados Unidos (en sus cuarteles fueron entrenados asesinos y torturadores). Sin embargo, en México, las fuerzas de la represión torturaban a mujeres, hombres, niños y ancianos, y secuestraban, asesinaban y desaparecían a ciudadanos inermes. 

En lo cualitativo, al menos, la guerra sucia emprendida desde el poder público contra las organizaciones guerrilleras que operaban en el país, pero también contra opositores políticos, luchadores sociales pacíficos y hasta contra sospechosos de simpatizar con organizaciones independientes, no se distinguía mucho de la barbarie pinochetista en Chile o de la vesania castrense que aterrorizaba a la Argentina.

Lo anterior se desprende del informe divulgado ayer por el titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), José Luis Soberanes, sobre las desapariciones forzadas. Al presentar al presidente Vicente Fox la recomendación número 26/2001 --la primera en la historia de la institución que se dirige al titular del Ejecutivo--, el ombudsman abrió su exposición citando el testimonio de una mujer que narra las torturas a que fueron sometidos, por servidores públicos, ella, su esposo y su hija de un año y dos meses. 

La narración habría podido ocurrir en los campos hitlerianos de concentración, en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, en la Escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires, en cualquiera de los escenarios proverbiales de la maldad y la estupidez extremas. Pero junto con miles de otras atrocidades fue cometida en nuestro país por individuos que, en algunos casos, aún se encuentran entre nosotros, circulando con entera impunidad.

A la toma de conciencia --necesariamente amarga, pero ineludible-- debe seguir la exigencia de completa justicia. Que la nación haga justicia a las víctimas de esas atrocidades; que castigue a los culpables políticos y legales, sin importar su rango, su condición social, su fuero, su jerarquía; que esclarezca cabalmente las circunstancias de todos y cada uno de los episodios de esa vergüenza; que depure sus instituciones civiles y militares de cualquier elemento vinculado a la barbarie; que indemnice a las víctimas aún vivas de la represión ilegal y desbocada, o a los familiares de los fallecidos; que localice e identifique los restos de los asesinados y los entregue a sus deudos, y que se comprometa a impedir la repetición del horror.

Estas obligaciones conciernen a todos los mexicanos, pero la responsabilidad inmediata pertenece al Poder Ejecutivo; en representación del Estado, éste debe asegurar el pleno esclarecimiento de los actos de barbarie perpetrados durante la guerra sucia, asegurar las reformas legales y las ratificaciones que impidan a los culpables ampararse en la prescripción de sus delitos y garantizar el castigo de las atrocidades cometidas. 

Estamos ante un cambio de régimen y, por ello, el presidente Fox tiene ante sí la oportunidad de pasar a la historia como el hombre que propició, apoyado en la sociedad, el esclarecimiento de esta trágica y abominable etapa de la nación. Precisará, además de una firme voluntad, combinar el tacto con la necesaria intransigencia. 

El gobierno del cambio no puede ofrecer nada más modificar las reglas del juego económico; que el cambio se muestre también en lo político. Conocer la verdad de lo sucedido durante la guerra sucia ayudaría a recuperar la perdida credibilidad de los gobernantes ante la sociedad

Es alentador, en este sentido, que el presidente Vicente Fox haya anunciado el inmediato acatamiento de la recomendación, pero, ciertamente, se requiere mucho más que esa aceptación: es necesario librar una batalla sostenida y determinada contra quienes buscarán sabotear, desvirtuar y torpedear las investigaciones en torno de los excesos represivos de los años setenta y ochenta.

En esta tarea, el actual gobierno debe ser apoyado y presionado por la sociedad, que es, a fin de cuentas, la principal interesada en saldar esta historia negra y vergonzosa, porque sólo limpiando, esclareciendo y procurando justicia para todos los delitos cometidos desde el poder público, y en nombre de la razón de Estado, durante la guerra sucia, podremos estar seguros de que ésta no se repita nunca más.
 

 

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