NUNCA MAS
En
los años setenta y ochenta del siglo recién pasado, el Estado
mexicano cometió atrocidades semejantes a las de las dictaduras
militares que por ese entonces ensangrentaban el Cono Sur y Centroamérica.
El régimen político mexicano se presentaba ante el mundo
como un islote de institucionalidad y legalidad --si no es que de democracia--
en un hemisferio plagado de regímenes castrenses que masacraban
a sus respectivas poblaciones con la bendición y el apoyo del gobierno
de Estados Unidos (en sus cuarteles fueron entrenados asesinos y torturadores).
Sin embargo, en México, las fuerzas de la represión torturaban
a mujeres, hombres, niños y ancianos, y secuestraban, asesinaban
y desaparecían a ciudadanos inermes.
En lo cualitativo, al menos, la guerra sucia emprendida
desde el poder público contra las organizaciones guerrilleras que
operaban en el país, pero también contra opositores políticos,
luchadores sociales pacíficos y hasta contra sospechosos de simpatizar
con organizaciones independientes, no se distinguía mucho de la
barbarie pinochetista en Chile o de la vesania castrense que aterrorizaba
a la Argentina.
Lo anterior se desprende del informe divulgado ayer por
el titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), José
Luis Soberanes, sobre las desapariciones forzadas. Al presentar al presidente
Vicente Fox la recomendación número 26/2001 --la primera en
la historia de la institución que se dirige al titular del Ejecutivo--,
el ombudsman abrió su exposición citando el testimonio de
una mujer que narra las torturas a que fueron sometidos, por servidores
públicos, ella, su esposo y su hija de un año y dos meses.
La narración habría podido ocurrir en los
campos hitlerianos de concentración, en el Estadio Nacional de Santiago
de Chile, en la Escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires,
en cualquiera de los escenarios proverbiales de la maldad y la estupidez
extremas. Pero junto con miles de otras atrocidades fue cometida en nuestro
país por individuos que, en algunos casos, aún se encuentran
entre nosotros, circulando con entera impunidad.
A la toma de conciencia --necesariamente amarga, pero
ineludible-- debe seguir la exigencia de completa justicia. Que la nación
haga justicia a las víctimas de esas atrocidades; que castigue a
los culpables políticos y legales, sin importar su rango, su condición
social, su fuero, su jerarquía; que esclarezca cabalmente las circunstancias
de todos y cada uno de los episodios de esa vergüenza; que depure
sus instituciones civiles y militares de cualquier elemento vinculado a
la barbarie; que indemnice a las víctimas aún vivas de la
represión ilegal y desbocada, o a los familiares de los fallecidos;
que localice e identifique los restos de los asesinados y los entregue
a sus deudos, y que se comprometa a impedir la repetición del horror.
Estas obligaciones conciernen a todos los mexicanos, pero
la responsabilidad inmediata pertenece al Poder Ejecutivo; en representación
del Estado, éste debe asegurar el pleno esclarecimiento de los actos
de barbarie perpetrados durante la guerra sucia, asegurar las reformas
legales y las ratificaciones que impidan a los culpables ampararse en la
prescripción de sus delitos y garantizar el castigo de las atrocidades
cometidas.
Estamos ante un cambio de régimen y, por ello,
el presidente Fox tiene ante sí la oportunidad de pasar a la historia
como el hombre que propició, apoyado en la sociedad, el esclarecimiento
de esta trágica y abominable etapa de la nación. Precisará,
además de una firme voluntad, combinar el tacto con la necesaria
intransigencia.
El gobierno del cambio no puede ofrecer nada más
modificar las reglas del juego económico; que el cambio se muestre
también en lo político. Conocer la verdad de lo sucedido
durante la guerra sucia ayudaría a recuperar la perdida credibilidad
de los gobernantes ante la sociedad
Es alentador, en este sentido, que el presidente Vicente
Fox haya anunciado el inmediato acatamiento de la recomendación,
pero, ciertamente, se requiere mucho más que esa aceptación:
es necesario librar una batalla sostenida y determinada contra quienes
buscarán sabotear, desvirtuar y torpedear las investigaciones en
torno de los excesos represivos de los años setenta y ochenta.
En esta tarea, el actual gobierno debe ser apoyado y presionado
por la sociedad, que es, a fin de cuentas, la principal interesada en saldar
esta historia negra y vergonzosa, porque sólo limpiando, esclareciendo
y procurando justicia para todos los delitos cometidos desde el poder público,
y en nombre de la razón de Estado, durante la guerra sucia, podremos
estar seguros de que ésta no se repita nunca más.
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