MIERCOLES Ť 28 Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Ť Testimonios del ataque en Kandahar


"Un avión escupía humo y mi casa desapareció"

ROBERT FISK THE INDEPENDENT

Kandahar, 27 de noviembre. "šNunca vas a pasar!", me gritó el hombre talibán. "La Alianza del Norte está atacando Takhta-Pul y los estadunidenses están bombardeando el centro de la ciudad".

Imposible, dije, Takhta-Pul está a sólo 24 millas de distancia, a unos cuantos minutos de viaje de la ciudad afgana fronteriza de Spin Boldak. Pero luego un refugiado con la cara ajada y el cabello blanco que escapaba de su turbante café pegado a la frente -parecía de 70 años pero dijo tener sólo 36- llegó hasta nosotros.

"Los estadunidenses han destruido nuestros hogares", exclamó. "Vi cómo desapareció mi casa. Era un avión enorme que escupía humo y que inundó la tierra con fuego".

Para un hombre que no sabe leer y que nunca ha salido de la provincia de Kandahar en toda su larga y corta vida, esto era una descripción bastante escalofriante del avión abejorro estadunidense que la em-prende contra milicianos y civiles con igual ferocidad.

Y a lo largo del camino bordeado de árboles venían cientos más de refugiados -an-cianas de rostros cenizos, mujeres jóvenes con bebés en brazos, con burkas y sin burkas, niños con lágrimas corriéndoles por la cara- todos contando la misma historia.

El mullah Abdul Rahman se derrumbó junto a mí, se limpió con la mano el sudor del rostro y me dijo cómo su hermano -un combatiente del mismo pueblo- había escapado. "Había un avión que lanzaba cohetes por un costado'', dijo sacudiendo la cabeza. "Casi mata a mi hermano hoy. Muchas personas fueron alcanzadas por sus disparos".

Así que esto es estar en el bando perdedor del baño de sangre afgano-estadunidense. Por todos lados estaba la misma historia de desesperación, terror y valor. "Nunca vas a llegar a Kandahar, el camino fue bloqueado", me gritó otro pistolero talibán.

Un avión estadunidense F-18 surcó el cielo azul rey sobre nosotros al tiempo que se me acercó un hombre de mediana edad con ojos furiosos: "Esto es lo que ustedes querían, Ƒno es así? El jeque Osama es su excusa para hacerle esto a los islámicos".

Le pedí a otro talibán, un hombre de 35 años de edad y padre de cinco niños, que cumpliera la promesa de su gobierno de llevarme a Kandahar. Me miró lastimosamente: "ƑCómo voy a llevarte ahí si apenas podemos protegernos nosotros mismos?"

Las consecuencias son sorprendentes. El camino entre la ciudad de Zabul, en la frontera con Irán, y Kandahar ha sido bloqueado por misteriosos pistoleros afganos y las fuerzas especiales de Estados Unidos.

Los estadunidenses están bombardeando el tráfico civil -que incluye a talibanes- en el camino hacia Spin Boldak, mientras la Alianza del Norte dispara a través de esa carretera.

La tragedia de los inocentes

Takhta-Pul estaba bajo el fuego de buques de guerra estadunidenses y asediada por la Alianza del Norte. Kandahar estaba rodeada. No me extrañó encontrar al comandante talibán local y al mullah Haqqani preparándose para cruzar la frontera de Pakistán para ir a Quetta por "razones médicas".

Puede que Kandahar no sea el Stalingrado talibán -no aún- pero "tragedia" era la palabra que venía a la mente.

De la polvareda salió una mujer envuelta en un chal gris. "Perdí a mi hija hace dos días", lloró. "Los estadunidenses bombardearon nuestro hogar en Kandahar y el techo se le vino encima".

En medio del caos y los gritos hice lo que hacen los reporteros: saqué libreta y bolígrafo. "ƑNombre? Muzlifa. ƑEdad? Tenía dos años". Me volví.

"También estaba mi otra hija". Mueve la cabeza afirmativamente cuando le pregunto si ella murió también. "Sí, al mismo tiempo, se llamaba Farigha. Tenía tres años". Vuelvo a dejar de mirarla.

"No quedó mucho de mi hijo". Saco la libreta por tercera vez. "Cuando el techo le cayó encima quedó convertido en carne y todo lo que vi eran sus huesos. Se llamaba Sherif. Tenía año y medio".

Salieron de una tormenta de arena, todas estas personas, cada una con su historia de sangre. Shukria Gul contó su historia con más calma. Bajo su burka, su voz era la de una adolescente.

"Mi esposo Mazjid era obrero. Tenemos dos hijos, nuestra hija Rahima y nuestro hijo Talib. Hace cinco días los estadunidenses atacaron un tiradero de municiones en Kandahar y las balas atravesaron nuestra casa. Mi esposo fue muerto por ellas en la recámara. Tenía 25 años".

En el campo de refugiados de Akhtar Trust encuentro al doctor Israel Moussa, que acaba de regresar de Karachi; es un doctor en teología que regala religión y dinero a las viudas.

"Los estadunidenses han creado un mal que caerá sobre ellos mismos -dice- y van a pagar por esto. Dios todopoderoso concede alivio a los opresores: suficiente cuerda para ahorcarse. Una vez que Dios los atrapa, nunca más los deja ir".

Este ser atrapados, al parecer, es algo que está en la mente de la Oficina del Exterior británica, que advierte con mucha seriedad a los periodistas que las invitaciones a Kandahar de los talibanes son una trampa para secuestrar a reporteros extranjeros.

Dada la amabilidad de hasta los más de-sesperados talibanes con los que topé ayer, dicha advertencia cabría en la categoría de "muy interesante si resulta verdad".

El doctor Moussa ofreció una razón mucho más perturbadora: impedir que los corresponsales extranjeros atestigüen en Kandahar la clase de crímenes de guerra que están siendo cometidos por los amigos de Gran Bretaña dentro de la Alianza del Norte, tras la caída de Mazar-e-Sharif.

En lo que respecta al mullah Najibullah, el único representante del Ministerio del Exterior talibán que queda a este lado de Kandahar, parecía un hombre cansado y profundamente deprimido al admitir que había salido la noche anterior de Spin Boldak y no había dormido desde entonces.

Pero Kandahar estaba en calma, aseguró. Los patriarcas islámicos talibanes todavía estaban ahí.

Más tarde, sin embargo, admitió que se había dado la orden a todos los hombres de que salieran de Spin Boldak la noche del sábado, ante el temor de que pistoleros aliancistas se infiltraran en los campamentos haciéndose pasar por refugiados.

"Sólo Dios todopoderoso ha permitido que los musulmanes sigan luchando contra el gran poder armado de Estados Unidos", agregó el mullah.

Si hubiera mirado por la ventana en ese momento habría visto las plumas humeantes dejadas como un rastro en el cielo por los bombarderos estadunidenses que se dirigían a Kandahar.

Era un fenómeno inquietante. Afuera de una tienda de refugiados, un grupo de talibanes, con rifles al hombro, miraban hacia el sol, hacia la luz candente a través de la cual cuatro gruesas columnas de humo salido de las turbinas surcaban el cielo.

Me quedé detrás de ellos y pensé en la batalla que he atestiguado los últimos 20 años: una oscilante multitud de turbantes negros y, justo detrás de ellos, las huellas dejadas por un B-52 que acaba de despegar de Diego García. Dios contra la tecnología.

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Traducción: Gabriela Fonseca