MIERCOLES Ť 28 Ť NOVIEMBRE Ť 2001
Emilio Pradilla Cobos
Pobreza campesina en la metrópoli
La pobreza de los campesinos que sobreviven dentro de la trama de la ciudad-región del centro del país, sólo es noticia cuando ocurren eventos como el aumento de la actividad del volcán Popocatépetl, o la reacción campesina ante la expropiación para el nuevo aeropuerto en Texcoco. El resto del tiempo, ni se les ve ni se les oye; se mantiene la cómoda ignorancia de su situación.
A pesar de vivir en una de las concentraciones humanas más grandes del mundo y del mayor mercado agropecuario del país, este campesinado produce su pobre subsistencia mediante procesos técnicos y organizativos casi precoloniales; cultiva variedades de bajo precio, inadecuadas a su tierra y ubicación geográfica, y comercializa sólo una parte reducida de su producto a través de una intermediación expoliadora. Por décadas, ha sido controlado política y económicamente por la burocracia agraria priísta; el viejo régimen careció de políticas integradas de desarrollo socioeconómico y tecnológico para el campo, y se le trató igual que al de cualquier parte del país, pasando por alto su incersión al interior de la megalópoli. En medio de la crisis agraria iniciada en los años sesenta, la contrarreforma agraria salinista abrió la puerta a la privatización de la tierra, y el libre comercio sometió a los productores locales a la competencia feroz y desigual con los extranjeros. La identidad cultural y los sitios patrimoniales, históricos y ambientales de los pueblos rurales son explotados por agentes urbanos externos, sin que los lugareños se beneficien equitativamente.
Los pueblos campesinos de la región carecen de infraestructura y servicios públicos y sociales equivalentes a los de las ciudades vecinas, donde tienen que vender su fuerza de trabajo excedente, comprar, educarse y curarse. Para mitigar la miseria creciente, los gobiernos neoliberales han aplicado programas asistencialistas insuficientes, manejados discrecional y clientelarmente, como Pronasol y Procampo, que sólo mitigan la situación coyuntural, pero no cambian la condición estructural ni abren camino al desarrollo sustentable y duradero. No hay, pues, que extrañarnos de que los campesinos cedan a la presión de los desarrolladores inmobiliarios y los demandantes populares y vendan legal o ilegalmente sus tierras para ser urbanizadas, permitiendo por necesidad un crecimiento desordenado de las ciudades de la megalópoli y un daño irreversible a la sustentabilidad ambiental metropolitana por la deforestación y la erosión, el cambio de los cauces naturales de evacuación de aguas pluviales, el cubrimiento de las áreas de recarga de acuíferos y la destrucción de la fauna y la flora nativas.
Para revertir el empobrecimiento material, social y cultural de las áreas rurales, y al mismo tiempo ordenar el crecimiento urbano, proteger el suelo de conservación y avanzar hacia la sustentabilidad de la ciudad-región y sus componentes, parece inevitable cambiar la lógica tradicional de la política agraria. Habría que pasar del asistencialismo focalizado e individualizado para mitigar la pobreza, a políticas y proyectos integrados de crecimiento económico sostenido y sustentable, equidad en la distribución de sus resultados y participación democrática real de los campesinos en la definición de las políticas agrarias. Los apoyos para la subsistencia son necesarios, pero totalmente insuficientes. De las políticas agrarias similares para todo el país, habría que pasar a soluciones específicas para el campo en la ciudad-región del centro, aprovechando las ventajas comparativas de su mercado de altos ingresos; cambiar a productos de calidad y alto precio unitario; introducir tecnologías sustentables de alta productividad y poco consumo de suelo y agua; aprovechar la necesidad de recreación de la población urbana mediante turismo ecológico, explotación sustentable y calificada del patrimonio cultural, servicios gastronómicos adecuados, comercio de productos locales y artesanía de calidad, etcétera, en beneficio de los campesinos, organizados para esas actividades y objetivos. Y retribuirles rentablemente los servicios ambientales que prestan a las metrópolis.
El temor de atraer la urbanización no debe ser motivo para frenar el mejoramiento de la infraestructura vial, de transporte, educación y salud, o la vivienda de los asentamientos rurales, que es derecho y condición de elevación de la calidad de vida de sus habitantes; hay que armonizar ambas necesidades.
Habría que lograr políticas urbanas y de vivienda que por su magnitud y coherencia no tengan efectos indeseados sobre la urbanización del campo; y avanzar en la coordinación de las instituciones públicas que actúan simultáneamente sobre el campo periurbano; crear derechos y consolidar instituciones e infraestructuras que los garanticen.