MARTES Ť 27 Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Pedro Miguel

Clonación

Empezábamos a acostumbrarnos a las delicias del siglo XXI, cuando las guerras sin muertos (de uno de los bandos) son tan posibles como las naranjas sin semilla, y en ésas nos cayó encima la confirmación brusca de un sueño o de una pesadilla: la clonación de humanos marcha viento en popa y unos científicos de una empresa particular cometieron la travesura de fin de semana de clonar un embrión de gente con propósitos terapéuticos. Volvemos, de la mano de esa noticia, a los tiempos del medioevo: por entonces, connotados e ignotos precursores de Advanced Cell Technology se afanaban en macerar la planta de la mandrágora y en producir homúnculos a partir del semen de los ahorcados, y los teólogos se agarraban del moco en discusiones acerca del asiento corporal del ánima.

Desde los tiempos de la oveja Dolly (es decir, en las postrimerías del siglo pasado) era claro que el tabú de la clonación humana tenía tantas posibilidades de perdurar como una aceituna en una recepción plagada de hambrientos. Pero no por ello han sido menos airadas las reacciones. Ante la noticia, las herencias morales de aquella teología han hecho brincar a George W. Bush y a Karol Wojtyla, como si fueran muñecos de resorte. Uno y otro, y sus respectivos bandos, se oponen con pasión -o lo que en ellos equivalga- a cualquier intento de clonación humana porque les parece que esa práctica equivale a meter mano en el orden de la creación divina, si es que la operación fuera llevada hasta el extremo de generar un ser humano, y porque, si se trata sólo de manosear embriones para producir fármacos y ungüentos, ello significaría descuartizar una persona, muy a la manera en que los pollos se convierten en nuggets y pechuga deshuesada para gloria de los escaparates del supermercado.

La compañía responsable del desaguisado ha tratado de minimizar las consecuencias del acto científico argumentando que el embrión del escándalo no debe ser considerado gente sino mera "vida celular" y "no humana". Puede ser un argumento buenísimo y hasta digno de simpatía, pero la discusión sigue fuera de la bacinica o, para estos efectos, de la probeta. Algo más inquietante que la teología llevada al ámbito de la nonatología es que, humano o no, ese embrión ha dado más de qué hablar, y ha hecho correr muchos más ríos de tinta, que un humano completo, maduro y plenamente conformado de esos que mueren destripados en Afganistán o en los campos palestinos. Algo más preocupante que el número de células que se requieren para fundamentar un alma es el hecho de que las llaves para replicarnos a ti, a mí, a Santa Teresa o a Stalin, se encuentren en manos de una empresa estadunidense que, como todas las corporaciones privadas de este mundo, se rige por la lógica de la utilidad máxima y no por la ética mínima. Al igual que Craig Venter, apóstata mercantil del equipo que ha venido secuenciando el genoma, Advanced Cell Technology cabe en esa dinámica en la que, teologías aparte, no hay más alma que la exigencia de dividendos anuales para los accionistas de la compañía.

Si no queda otro remedio que legislar sobre la clonación, no habría que hacerlo para evitar un incierto pecado de suplantación de Dios o de asesinato de coágulos microscópicos que no se sabe bien a bien si son personas, sino para impedir la perspectiva de que los seres humanos, o sus pedacerías iniciales, puedan convertirse en propiedad privada.

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