lunes Ť 26 Ť noviembre Ť 2001

Marcos Roitman Rosenmann

Lecciones de Nicaragua

Hay procesos electorales cuya virtud consiste en provocar una reflexión más allá de sus resultados matemáticos. Unos ganan y otros pierden. Mayoría y minoría. Porcentajes y números de votos. Las elecciones presidenciales en Nicaragua han servido para contrastar la evolución política del país y las mutaciones de sus proyectos.

Tras la derrota militar del Ejército y el régimen de Somoza, en julio de 1979, asistimos a un proceso de legitimación política cuyo fundamento está en el triunfo militar y político del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en el campo de batalla. Es decir, nos encontramos con una derrota estratégica de la oligarquía nicaragüense y de sus partidos tradicionales, liberal y conservador, base de apoyo del régimen somocista.

La pérdida del poder político por la vía insurreccional deviene en una crisis global del orden y del poder dictatorial. Sus sustentos ideológico-políticos y sus elites son desplazadas bajo una revolución social y política, cuyos principios fueron construir una revolución nacional, popular, democrática y antiimperialista. Fue este carácter popular, democrático, antiimperialista con hegemonía del pueblo lo que suscitó, primero, el resquemor del gobierno de James Carter en Estados Unidos hacia el sandinismo, y posteriormente el odio visceral de Ronald Reagan. No es extraño que bajo su mandato se produjera el financiamiento de un ejército mercenario y la aplicación de la doctrina de guerras de baja intensidad. El hostigamiento, la financiación de la contra, el sabotaje y el uso del terrorismo internacional por parte de Estados Unidos se convirtieron en una constante. El objetivo: revertir el proceso de cambios democráticos.

En esta coyuntura y a pesar de la campaña de desestabilización el 4 de noviembre de 1984 se celebraron elecciones tendientes a dotar a Nicaragua de una nueva Constitución política reguladora de un nuevo orden institucional. El proyecto sandinista se estaba cumpliendo. A pesar de las dificultades no se perdió la identidad política y se hacía frente a la situación con una alta dosis de ilusión y, Ƒpor qué no decirlo?, de militancia abnegada. La legitimidad del FSLN no se veía resentida por los avatares de una incipiente guerra sucia. Es más, los triunfos económicos durante los primeros cinco años de revolución avalaban la propuesta. Se redujo la mortalidad infantil de 121 por mil a 58 por mil; el analfabetismo pasó de 50.3 por ciento a casi 10 por ciento; se entregaron 11 mil 498 viviendas; se dotó a la costa atlántica de una ley de autonomía avanzada para sumos, ramas y misquitos. Se desarrolló la reforma agraria, se aumentó el servicio de agua potable, se electrificaron poblaciones, se cablearon líneas telefónicas y se construyeron nuevas carreteras. A pesar de las limitaciones hubo un crecimiento económico cercano a 5 por ciento en los primeros años de la revolución. Todo ello creaba esperanzas y otorgaba legitimidad política a un triunfo militar. Es más, el elevado número de participación para refrendar la Constitución, casi 90 por ciento de la población, era un símbolo del cambio ocurrido en Nicaragua tras más de 40 años de dictadura familiar.

Pero no todo siguió igual. Los efectos devastadores de una economía de guerra impuesta desde 1984 impidieron seguir cosechando triunfos. Así, las cifras fueron dando resultados desalentadores. La pérdida de cosechas, de daños materiales, de agresiones fueron cuantiosas. Qué decir de los mutilados de guerra y de las víctimas de la agresión, presentes el día de hoy para recordar una guerra sucia, cuyo fin fue ahogar una revolución. Como de costumbre, la crisis abrió la puerta a especuladores y a gentes corruptas cuyo vínculo con la dirigencia sandinista comenzó a resquebrajar su legitimidad y diluir sus principios constituyentes.

Los costos de esta guerra fueron inmensos y en lo político conllevaron la derrota del FSLN en las elecciones de febrero de 1991. Por primera vez y en medio de una guerra de desestabilización apoyada por los países fronterizos, Costa Rica y Honduras, y financiada por Estados Unidos, se demandaron una elecciones cuyo objetivo tenía que ser plebiscitar la forma de gobierno y el régimen político. A diferencia de otras contiendas electorales no se buscaba la alternancia o una alternativa de ejercicio del poder. El objetivo era revertir el proceso y generar una involución capaz de destruir los principios democráticos del orden revolucionario.

Sin embargo, los principios democráticos de la revolución sandinista, aquellos que Carlos Núñez, comandante sandinista, identificara como "aquella que asegura a hombres y mujeres sus necesidades básicas de alimento, trabajo, vivienda, educación y salud.., y donde existe la voluntad política, la legislación y los mecanismos para efectivizar y garantizar los derechos sociales, políticos y culturales de las mayorías" ya estaban siendo cuestionados. Igualmente, la emergencia de corrupción en las altas esferas, así como el nacimiento de actitudes autoritarias en el interior del FSLN evidenciaban que la lucha política no había concluido. Las diferentes tendencias sandinistas se enfrentaban a un gran dilema; lamentablemente sus sectores democráticos fueron derrotados imponiéndose una dinámica en la cual la legitimidad política se perdía en el terreno de la ética y de la acción cotidiana.

La pérdida de las elecciones de 1991 fue el comienzo de una disolución política de los principios sandinistas y de emergencia de una elite, cuyo objetivo se centró en recuperar el poder a cualquier precio incluyendo la renuncia estratégica a los valores que eran el estandarte del sandinismo. Es esta pérdida de identidad la que precede la acción del FSLN durante toda la década de los noventa del siglo xx y la inicial del siglo xxi.

Desnaturalizados, sin un proyecto transformador, faltos de iniciativa política y sin un cambio profundo en la dirección es imposible apelar a la memoria de un pueblo hoy sumido en la condición de ser el segundo país más pobre del continente. El pacto entre liberales y sandinistas de dividirse el poder real sobre la base del mantenimiento de un orden excluyente y concentrador, sólo puede evidenciar una disolución de los principios éticos de la lucha política. La lección es clara: la mutación no es símbolo de triunfo electoral; tal vez expresa para el nicaragüense en su cotidianidad la claudicación de aquellos que en nombre de sus intereses particulares traicionaron principios abandonando el proyecto nacional, democrático, popular y antiimperialista. Estos nuevos hacedores del sandinismo converso nunca llegarán a gobernar, salvo si optan por una mutación más profunda: integrarse al partido liberal somocista.