sabado Ť 24 Ť noviembre Ť 2001

Ilán Semo

La balanza infiel

Hace algunos años Juan Linz comenzó una serie de investigaciones sobre el carácter endémico que habían cobrado, desde sus orígenes, los cambios democráticos en América Latina. No era difícil anticipar las conclusiones. Entre Alberto Fujimori en Perú y Carlos Andrés Pérez en Venezuela la distancia parecía tan mínima como entre Carlos Saúl Menem en Argentina y Fernando Collor de Mello en Brasil. Ni hablar del rumbero Abdalá Bucáram en Ecuador. Rápidamente, la democracia había cobrado un tono carnavalesco, una suerte de happening prematuro del absurdo, que demostraba la existencia de una vía hilarante hacia el régimen representativo.

Detrás de ese precarismo democrático se hallaban -se siguen hallando- realidades esencialmente crueles: polarización y exclusión sociales, desindustrialización, instituciones frágiles y gelatinosas, ausencia de los requisitos mínimos del estado de derecho y el crimen convertido en un ingrediente casi natural y cotidiano de la vida pública. Desde el principio, lo distintivo del proceso se repite, de manera variada, en uno y otro país: la lejanía entre el exiguo fenómeno democrático y las tareas esenciales de una reforma social e institucional más general. Lejos de representar un receptáculo para los dilemas centrales de la sociedad, las nuevas instituciones devinieron un espectáculo de cómo evadirlos de manera "democrática". Cierto, incluso la más endeble de las democracias es incomparablemente preferible al rigor, inevitablemente siniestro, de un orden autoritario. Pero este es un dictado que la sociedad no siempre comparte en su conjunto. La historia moderna, y no sólo la de América Latina, muestra que ningún orden está exento de la posibilidad de su súbito colapso, y que la frontera entre la ilusión y la delusión políticas es más bien resquebrajadiza.

Linz centró su análisis de la fragilidad democrática en América Latina en un aspecto esencialmente político: la incongruencia entre regímenes presidenciales o presidencialistas, en los que el Poder Ejecutivo heredaba los atributos omnímodos y ominosos del largo pasado autoritario, y la emergencia de poderes legislativos amorfos, inconexos, sin capacidad para establecer mayorías estables y exentos de legitimidad en la sociedad. La clausura del Congreso peruano, que inaugura la era de Fujimori; la disolución del Congreso venezolano, que permite a Hugo Chávez establecer una Constitución a su medida; la mofa permanente que hizo Menem del Congreso argentino; el carnaval de alianzas y desalianzas que nunca se detiene en el Congreso brasileño son expresiones de un dilema no precisamente formal. Ahí donde la división de poderes se convierte en una simple lucha por cotos de poder, cualquier sistema representativo queda reducido a la parálisis, es decir, a la arbitrariedad de los poderes fácticos del Estado.

Es difícil (si no imposible) imaginar, como lo hace Linz, algún tipo de "paradigma latinoamericano". No veo cómo explicar con los mismos presupuestos una realidad como la mexicana, cuyos ritmos se asemejan cada vez más a la estadunidense, y una como la argentina, que en esencia se ha negado a abrir sus fronteras al proceso de apertura global. Sin embargo, el dilema de la división de poderes parece hallarse en el centro del empantanamiento actual del proceso democrático en México.

Desde 1988, la Presidencia perdió la mayoría constitucional en el Congreso. Carlos Salinas de Gortari logró contar con los favores del Jefe Diego, que siempre le aseguró, en los momentos cruciales, el voto del PAN para armar su mayoría. Zedillo fue el primer presidente que no contó con una mayoría parlamentaria absoluta. Optó por evadir al Congreso, en el mejor de los casos, o corromperlo, como en la crisis del Fobaproa. En 2000 Vicente Fox se encontró con un panorama absolutamente inédito: la mayoría relativa quedó en manos del PRI, ahora en la oposición, y su propio partido, el PAN, empleó sus posiciones parlamentarias para imponerle su política. El resultado ha sido, en el año 1 de la alternancia, un Congreso incapaz de definir una mayoría relativamente estable, diputados y senadores que ofrecen sus votos a postores reales o imaginarios y un Presidente a la deriva de su propio estilo y de la amorfidad de la estructura inherente al propio Congreso.

En los estados de la República se repiten, en versión bonsái, situaciones similares. El sistema electoral actual crea la ilusión en el votante de que si elige de dulce y de chile está contribuyendo a algún equilibrio imaginario de poderes. El resultado de esta sensata ilusión se ha revelado como un auténtico marasmo.

Lejos de pensar en fastuosas reformas a la Constitución, lo que acaso requeriría el actual proceso de democratización es una simple reforma electoral, que impida al Presidente evadir al Congreso, y al Congreso ser un supermercado de votos. Jugando a las escondidillas, no hay división de poderes que resista.

No es difícil imaginar los rubros centrales de una reforma de este estilo:

a) erradicar los cargos de representación proporcional,

b) segunda vuelta para la elección de todos los miembros del Congreso,

c) (acaso la más compleja de todas) creación del cargo de un primer ministro que asegure la estabilidad de una mayoría parlamentaria.

Si el primer ministro pertenece a la oposición, el Presidente tendría que cohabitar con él; si pertenece a su propio partido, dado el primitivismo de nuestros partidos, probablemente también.

En la tradición del viejo autoritarismo mexicano, el Presidente jugaba como fiel de la balanza (entre los poderes reales); el dilema de hoy es que la balanza misma siempre será, de no cambiar sustancialmente, siempre infiel.