SABADO Ť 24 Ť NOVIEMBRE Ť 2001
Marta Tawil
Relaciones peligrosas
Al ser interrogado recientemente acerca de la política exterior estadunidense en Medio Oriente, el ministro de Exteriores saudita, Saud al Faisal, expresó que "la obstinación de Bush es capaz de volver loca a cualquier persona mentalmente sana". Estas palabras son sintomáticas de las dificultades por las que atraviesa el idilio saudita-estadunidense desde los ataques del 11 de septiembre y el límite de la exasperación del reino ante la situación interna y regional incómoda que enfrenta.
De pronto los estadunidenses descubren que el régimen político saudita es antidemocrático; que la riqueza petrolera de Arabia Saudita esconde realidades económicas y sociales deprimentes; que el wahabbismo es una corriente puritana y estricta del Islam; que la familia real enfrenta la oposición de un integrismo islámico creciente. En suma, el régimen saudita ya no es tan moderado como Washington suponía.
Riad se ha mostrado irritado por las acusaciones de algunos periodistas, entre ellos Thomas Friedman, del New York Times, quien reprocha a los sauditas haber ayudado a Bin Laden y los talibanes a reunir fondos para la jihad. En el Congreso estadunidense también se han ventilado reproches, entre ellos el del senador John McCain, quien recientemente calificó de inconsistente la postura de Riad por insistir en resolver el problema palestino. En el fondo de estas tensiones está el reproche a los sauditas de no haber realizado arresto alguno con relación a los atentados, no obstante que 15 de 19 de los presuntos terroristas tenían pasaporte saudita; de no haber bloqueado las cuentas de numerosos grupos e individuos que financian dichos actos; de apoyar instituciones religiosas y escuelas coránicas fundamentalistas en el mundo; de no haber concedido las bases militares en su territorio desde las cuales bombardear Afganistán. Las fricciones entre Riad y Washington crecen también a causa de la inclusión en la lista negra del Departamento de Estado de movimientos palestinos y libaneses.
El príncipe heredero al trono saudita, Abdallah, rechazó las acusaciones señalando que el reino jamás se ha negado a cooperar en materia de seguridad. Más generalmente, el descontento de los sauditas se debe al rechazo de detener los bombardeos contra Afganistán, al menos en ocasión del Ramadán, la negativa de Bush de presionar a Israel para llegar a una solución de la cuestión palestina, así como a las referencias continuas en el Pentágono sobre la po-sibilidad de atacar otros países árabes.
La postura incómoda en la que se encuentra la familia Saoud resulta básicamente de dilemas de orden interno, relacionadas con las dificultades económicas y la amenaza de los islamistas. Riad teme que la continuación de los bombardeos aumente la simpatía de su población por Bin Laden y con ella la demanda de expulsar a las tropas estadunidenses de la península Arábiga. En el frente regional, la situación no es menos complicada, entre otras cosas debido a las tensiones que Riad mantiene con sus vecinos yemenitas y jordanos, y a la ineludible realidad de la permanencia de Saddam Hussein en el poder. Por si no bastara, a largo plazo Arabia Saudita enfrenta la competencia del petróleo iraquí (una vez que se le levanten las sanciones) y del Caspio (cuando se construyan oleoductos). Más aún, a decir de algunos analistas la infraestructura para la explotación de gas natural, fundamental para este país, requerirá abrir la economía a la iniciativa privada.
Hasta ahora las esperanzas de salir del impasse se centran en el príncipe heredero, quien juega la carta nacionalista árabe. Ha expresado reservas acerca de la presencia de bases estadunidenses en su país, cultiva buenas relaciones con Siria y Egipto y ha buscado acercarse a Irán. Sin embargo, es poco probable que su acceso al trono signifique un cambio radical de la política de la familia real, suya supervivencia depende en gran medida de la voluntad de Washington. Hoy más que nunca, la única ga-rantía para la monarquía es su antigua e indefectible alianza con Estados Unidos, pero la política arrogante de este país parece sólo acelerar irreversiblemente su proceso de descomposición. Las señales se multiplican. Atentados en territorio saudita como el ocurrido en Khobar, en junio de 1996, en el que 19 soldados estadunidenses perdieron la vida, indican un antiamericanismo cada vez menos disimulado. Las buenas relaciones entre ambos estados se han vuelto peligrosas, y no queda claro quién y cómo tomará el control de las dinámicas internas (crisis social, ascenso del islamismo, luchas por la sucesión) que están en marcha en ese país.
ƑAcaso será necesaria una revolución islámica en Arabia Saudita como la que ocurrió en Irán en 1979 para que Occidente se interrogue una vez más sobre su complicidad, su silencio y sus errores?