viernes Ť 23 Ť noviembre Ť 2001

Horacio Labastida

Dependencia y revolución

La Revolución Mexicana tiene una clara connotación si se la analiza en sus momentos estelares. Hidalgo y Morelos son símbolos de nuestra primera batalla por romper la dependencia que nos impuso España al concentrar la riqueza y la cultura en elites acaudaladas por la sobrexplotación a que se vieron sujetas las masas trabajadoras en la Nueva España. Los 300 años de la Colonia fueron escenario de un saqueo disfrazado en la caridad cristiana; y contra esta situación se levantaron los insurgentes con una república donde los ricos fueran menos ricos y los pobres menos pobres. Es decir, la revolución de independencia fue la negación radical del monopolio castellano de los bienes novohispanos, proyecto que buscaron concretar Valentín Gómez Farías y el eminente José María Luis Mora.

En los últimos meses de la administración de Farías, el Congreso dictó mandamientos jurídicos dinamitadores del régimen que ordenó el Consejo de Indias. El 17 de agosto fueron secularizadas las misiones californianas; la Universidad Real y Pontificia resultó suprimida el 19 de octubre y erigida ocho días después la Dirección de Instrucción Pública, tiempo en que fue derogada la coacción civil para el pago del diezmo eclesiástico y del cumplimiento de los votos monásticos. Es lógico que la innovación comprendiera un principio vital en el camino hacia el progreso.

La supresión de los fueros eclesiásticos y militares desató junto con las otras medidas, la ira de los dueños de las haciendas, las manos muertas del clero, el comercio y las minas, propiedades constitutivas del poder feudal de la época, abiertamente confrontado por la generación que decidió abrir las puertas del país al desarrollo industrial.

Los brillantes capítulos que registran las jornadas de un pueblo por acabar con la dependencia configurada por Castilla en la antigua Tenochtitlan, saltaron a pedazos a partir de la revuelta gestora del primer presidencialismo autoritario y militarista que ejerció directa e indirectamente Santa Anna hasta su expulsión, en 1855, por los revolucionarios de Ayutla.

Fue posible así la Constitución de 1857 y el golpe definitivo a la dependencia monopolizadora imbíbita en el acaparamiento eclesiástico de un significativo tesoro inmobiliario y de la potestad crediticia que la burocracia católica cultivó hasta 1859, año de la nacionalización de los bienes eclesiásticos y de la separación de vida civil y fueros sacerdotales.

Sin embargo, la Reforma cometió errores lamentables. Permitir que los bienes del clero acrecentaran el latifundio civil, respetar en los hechos la continuidad del mayorazgo en la sucesión de grandes fortunas y confiscar el patrimonio de las comunidades campesinas, pavimentaron la ruta que condujo al segundo presidencialismo autoritario y militar de Porfirio Díaz, luego de la derrota de Sebastián Lerdo de Tejada y del pretendiente José María Iglesias.

A pesar de que el Plan de Tuxtepec cambió las reglas juaristas del juego, la dependencia del clero, sancionada constitucionalmente desde 1814, fue superada antes de que una tercera dependencia, más grave que las anteriores, surgiera abrumadora en los 30 años del porfiriato.

Jules Davids lo señala dramáticamente al escribir que la penetración del capital principalmente estadunidense en la época de Díaz significó, según el señalamiento de un buen observador, "que la verdadera capital de México en 1910 no era la ciudad de México, sino Nueva York", puesto que, agrega Davids, "no había ninguna duda de que el síntoma patognomónico de la enfermedad de México era la dominación económica de este país por los intereses americanos" (American Political and Economic Penetration of México, 1877-1920, Washington, abril, 1947), terrible dependencia, aumentada, que hasta el presente abate al país.

Esta es la dependencia que planteó suprimir con la Constitución de 1917, la revolución iniciada el 20 de noviembre de 1910. Los gobiernos que la han acentuado en vez de disminuirla y evitarla son, en consecuencia, gobiernos contrarrevolucionarios. ƑAcaso hay alguien que piense lo contrario?