VIERNES Ť 23 Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Michael T. KlareŤ

Entonces, Ƒcuál es la solución?

Como ocurrió con otros sectores de la sociedad estadunidense, el movimiento pacifista de Estados Unidos se vio en un estado de confusión tras los ataques terroristas del 11 de septiembre en Nueva York y Washington. Algunos veteranos activistas por la paz sucumbieron ante la ola de patrioterismo que barrió la nación: exhibieron banderas en sus casas y apoyaron el llamado a la respuesta militar. Otros organizaron vigilias y pidieron responder a los atentados de ma-nera moderada y no militar. Otros más compararon los ataques con los sufrimientos que Estados Unidos ha infligido a los iraquíes y otros pueblos, dando a entender que, de alguna manera, somos víctimas de nuestra propia conducta errónea.

De ninguna forma, sin embargo, el movimiento pacifista tuvo éxito en su intento de articular una postura coherente y moralmente sustentable ante los ataques del 11 de septiembre.

Si el movimiento pacifista ha de salir de esta crisis conservando alguna influencia o credibilidad en los meses por venir, debe trabajar tiempo extra en el desarrollo de una estrategia para enfrentar el tema del terrorismo y otras cuestiones relacionadas. Como todos los demás estadunidenses, debemos reconocer que todo ha cambiado desde el 11 de septiembre: nunca será posible volver a las políticas, eslóganes y tácticas que constituyeron nuestro repertorio acostubrado en el periodo previo a los ataques. De ahora en adelante se nos medirá por nuestra posición ante el terrorismo.

Esto es un desafío de enormes dimensiones. Desde Pearl Harbor el movimiento por la paz no había tenido que lidiar con un ataque hostil en suelo estadunidense, o con la pérdida de tantas vidas civiles. Los ataques del 11 de septiembre implican un di-lema dolorosamente difícil para muchos pacifistas, también por otras razones.

Algunas de las injusticias denunciadas por simpatizantes de Osama Bin Laden, por ejemplo el sufrimiento de los iraquíes comunes debido a las sanciones económicas impuestas por Washington y la agonía que han padecido los palestinos a manos de Israel, se cuentan entre las quejas de los pacifistas. Por un lado, queríamos afirmar la legitimidad de estas injusticias, y por el otro necesitábamos condenar los ataques terroristas en términos inequívocos.

No tuvimos otra opción que tomar estos retos y diseñar la mejor solución posible. Como yo lo vi, esto significó encontrar una manera de apropiarnos de la rabia y la ansiedad experimentada por los estadunidenses comunes ante el traumatizante im-pacto del terrorismo y construir una respuesta a ello que fuera a la vez creíble y consistente con nuestros valores.

Debemos ser capaces de hablar de terrorismo sin minimizar la amenaza que significa para Estados Unidos, ni intentar trasladar la discusión hacia nuestros propios motivos programados de preocupación. Esto no será fácil pero es algo que podemos y debemos hacer.

Necesitábamos rechazar una definición puramente estadunidense de lo que está ocurriendo y de lo que debía hacerse. En cambio, necesitábamos hablar sobre la internacionalización, tanto de la crisis co-mo de la respuesta.

Era demasiado fácil ver esta crisis exclusivamente a través de la lente estadunidense, dado el impacto que tuvieron los cuatro secuestros de avión simultáneos sobre el este del país, y el horror de ver a más de 5 mil personas inocentes cuando eran asesinadas en nuestro territorio. El presidente George W. Bush llamó, esencialmente, a adoptar una respuesta unilateral.

La mayoría de los estadunidenses han elegido interpretar la situación de una forma similar a la de él, hablando de un nuevo Pearl Harbor y respaldando el duro contrataque estadunidense. La exhibición omnipresente de la bandera estadunidense y la extendida persecución a personas de aspecto medioriental son congruentes con este punto de vista. También lo es la intolerancia a cualquier crítica a la administración Bush o a la respuesta Washington-céntrica, que se prefirió dar a la crisis.

Pero caer en esta definición de la situación, describir la crisis y la respuesta militar en términos puramente estadunidenses es una camisa de fuerza conceptual: Quedamos atrapados en ese estilo de "o están con nosotros o están contra nosotros".

Obviamente no podíamos apoyar una respuesta militar condenada a producir nu-merosas víctimas civiles. Al mismo tiempo no podíamos basar nuestras objeciones a una acción así únicamente en el argumento de que la intervención militar estadunidense había tenido horribles consecuencias en el pasado, pues esas quejas sólo caerían en oídos sordos.

Debíamos encontrar una respuesta al te-rrorismo que tuviera cierto grado de credibilidad y, al mismo tiempo, se resistiera a confiar en una acción militar ilimitada. La forma de hacer esto fue apoyar medidas internacionales que ilegalizaran y combatieran la violencia terrorista, acompañadas de esfuerzos por señalar los sufrimientos e inequidades que provocan que surja la violencia terrorista.

Primero debemos comprender la naturaleza del terrorismo en sí. Las amenazas terroristas que el mundo enfrenta actualmente no están dirigidas exclusiva o predominantemente hacia Estados Unidas. Más bien apuntan a una amplia serie de objetivos en muchas partes del mundo. Típicamente estas acciones emergen de elementos marginales de movimientos sectarios o insurgentes que atraen la atención hacia su causa o siembran la discordia y la desesperación en el bando enemigo. En sentido estratégico, la intención es agotar la determinación del enemigo de seguir manteniendo una lucha costosa y difícil.

Ejemplos de esfuerzos así incluyen la campaña del Ejército Republicano Irlandés (ERI) para expulsar a los ingleses de Irlanda del Norte, y la campaña de Tigres Tamiles para establecer un Estado exclusivamente tamil en el noreste de Sri Lanka.

Estados Unidos se ve ahora expuesto a este tipo de guerra por los esfuerzos de Bin Laden de expulsar a Estados Unidos de la región del golfo Pérsico. Particularmente el dirigente fundamentalista busca sacar de Arabia Saudita a las tropas estadunidenses para así derrocar al régimen saudita (cuya sobrevivencia depende del apoyo militar estadunidense), para establecer un gobierno del tipo del talibán.

Al carecer de los medios militares para lograr dicho objetivo, Bin Laden optó por recurrir a ataques terroristas contra nosotros. Al justificar sus acciones, los terroristas aseguran estar actuando en pos de un más elevado propósito político, moral o religioso. Buscan la liberación de una ocupación colonialista, la libre determinación nacional, liberarse de la persecución religiosa además.

Con frecuencia estos objetivos son compartidos por un segmento mucho mayor de la población. Por ejemplo, muchos católicos norirlandeses quisieran ver su territorio reunificado con la República de Irlanda, mientras que una gran cantidad de mu-sulmanes quisieran ver que Estados Unidos retirara sus tropas de Arabia Saudita. Pero apoyar una causa así no implica respaldar actos de terrorismo, especialmente aquellos cuyo resultado es la pérdida de vi-das humanas.

Puedo afirmar, a raíz de mi visita a Irlanda del Norte, que muchos católicos están a favor de la meta futura de reunificarse con la República de Irlanda, pero aborrecen las tácticas violentas empleadas por el ERI.

Comencemos con un precepto universal básico: nunca puede justificarse tomar vi-das humanas inocentes, ni moral ni políticamente, ni tampoco mediante el fervor religioso. Este precepto puede hallarse en todos los sistemas religiosos y legales, y no menos en el sistema islámico. Esto de-be tener continuidad en un segundo principio básico: los actos de terrorismo representan un asalto contra toda la comunidad humana, no sólo los de miembros de un determinado grupo que ha sido elegido como blanco. De esto se desprende que la comunidad internacional, como un todo, tiene el legítimo derecho de adoptar medidas comunes para protegerse del azote de la violencia terrorista, de la misma forma que tiene el derecho y la obligación de adoptar medidas comunes para combatir el genocidio y otros crímenes contra la humanidad.

Esto significa que el lugar central en el que se localiza la actividad antiterrorista debe hallarse en los instrumentos formales con que cuenta la comunidad internacional: Naciones Unidas, la Policía Criminal Internacional (Interpol), los tribunales existentes para juzgar crímenes de guerra y, eventualmente, la Corte Criminal Internacional, que no ha sido ratificada aún por Estados Unidos.

Estos organismos deben dotarse de las facultades necesarias para reforzar las de-fensas globales contra el terrorismo, para lograr frustrar eficazmente las actividades de las organizaciones terroristas (por ejemplo, al negárseles acceso al sistema financiero internacional) y aprehender y perseguir a quienes sean encontrados responsables de actos terroristas.

Creo que debemos abogar por lo siguiente: el establecimiento de un tribunal internacional en Nueva York, que sea habilitado por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, para acusar, aprehender, juzgar y castigar a los responsables de los ataques del 11 de septiembre.

Al igual que se hizo en la resolución (nú-mero 827) de mayo de 1993, para la creación del Tribunal Criminal Internacional para la ex Yugoslavia, todos los estados miembros de Naciones Unidas deben unirse para ayudar al tribunal, aportando información sobre la identidad de los colaboradores de Bin Laden y su localización, y cooperar en esfuerzos multilaterales para arrestarlos y llevarlos a juicio en Nueva York.

Como ocurrió en Bosnia, fuerzas multinancionales para el mantenimiento de la paz deben autorizarse para que éstas persigan a los criminales buscados donde quiera que se oculte, aun cuando esto implique enfrentarse a la resistencia armada de simpatizantes de los fugitivos.

Sé que muchos estadunidenses serán reticentes a delegar la responsabilidad del esfuerzo antiterrorista a instituciones internacionales. Esto es comprensible, pero te-nemos un poderoso argumento para defender este enfoque: Estados Unidos no puede derrotar por sí solo al terrorismo. Esto se debe a que los colaboradores de Bin Laden se encuentran desplegados en escondites cuidadosamente planeados en todo el mundo, a menudo en lugares en los que difícilmente los agentes de inteligencia estadunidense pueden operar. Por más que se bombardee Afganistán y zonas aledañas, no se logrará sacar de combate a estos confederados. Sólo a través de una cooperación extensa de las policías locales y de las fuerzas de seguridad será posible desmantelar por completo la red terrorista de Osa-ma Bin Laden.

Para obtener ayuda, sin embargo, Estados Unidos deberá actuar de manera apropiada y observar principios. Tendrá que reconocer el papel primordial del esfuerzo internacional contra el terrorismo y adecuar sus acciones a las estrategias empleadas por la comunidad internacional. Esto significa claramente un impulso enfocado contra los actuales perpetradores de la violencia terrorista, no una avasalladora campaña contra todas las organizaciones y países que el presidente Bush considera hostiles a Estados Unidos.

Lograr el apoyo de la comunidad internacional también significa volverse más sensible a las preocupaciones de los otros miembros de dicha comunidad. Estados Unidos no puede esperar contar con recibir toda la ayuda que necesita en tiempos de crisis sin prometer ser más receptivo a las necesidades expresadas por otras naciones. Por ejemplo, los países musulmanes esperarán un esfuerzo más vigoroso por parte de Estados Unidos para llevar a israelíes y palestinos a la mesa de negociaciones. De manera similar, Pakistán va a necesitar más ayuda para revivir su economía desmoronada y para dar asilo a millones de refugiados que huyen de Afganistán. Esto no quiere decir que se debe esperar que Es-tados Unidos haga un quid pro quo por cada muestra de apoyo; sólo que debe mostrarse más dispuesto a escuchar los pedidos de ayuda de otros miembros de la comunidad internacional.

Si el mundo va a eliminar ultimadamente la amenaza de la violencia terrorista, de-be mencionar las condiciones que posibilitan que las organizaciones que lo practican hagan reclutamiento. Si bien Bin Laden puede estar motivado por su propia cruzada megalómana por el poder, muchos de sus simpatizantes creen estar sacrificando sus vidas por un propósito verdaderamente noble. Cuando éstos mueren o son capturados, pueden ser remplazados por otros que comparten sus creencias, siempre y cuando las condiciones que producen este tipo de ira sigan existiendo.

Estas condiciones pueden incluir privación económica, que se les nieguen los derechos humanos básicos, discriminación religiosa o étnica, entre otras cosas. Dichas condiciones dan oportunidad a los demagogos de explotar la religión o el nacionalismo para propósitos terroristas. Pero cuando aquellos que sufren dichas condiciones tienen la posibilidad de expresar sus sufrimientos mediante procesos legales y democráticos, entonces el terrorismo rara vez se manifiesta.

Normalmente cuando se niega la oportunidad de denunciar injusticias a quienes las padecen -o cuando sus peticiones no son escuchadas por la comunidad internacional- los más desesperados o ideologizados recurren a la violencia. Señalar estas injusticias, por lo tanto, es un elemento fundamental para promover la justicia a nivel internacional y protegernos de futuros actos de terrorismo.

Una estrategia basada en la internacionalización de la campaña contra el terrorismo aún tiene mucho que ofrecer al movimiento pacifista estadunidense. Para empezar, provee una respuesta creíble a aquellos estadunidenses que exigen que sean castigados los autores de los ataques del 11 de septiembre y que desean una mayor protección contra la violencia terrorista. En segundo lugar, nos permite luchar por algo muy positivo: reforzar instituciones y le-yes internacionales, piedra angular para la paz y la estabilidad globales. Finalmente nos permite elevar nuestras preocupaciones humanitarias y sobre derechos humanos, al tiempo que apoyamos los esfuerzos internacionales para combatir el azote del terrorismo.

Creo que una estrategia de este tipo nos ofrece la mejor oportunidad para avanzar hacia la causa de la paz mundial, al tiempo que nos mantenemos comprensivos hacia las legítimas preocupaciones de los estadunidenses comunes. El terrorismo es una amenaza para la paz y la libertad. No debemos mostrarnos menos vociferantes que otros estadunidenses cuando se trata de condenar el asesinato intencional de civiles inocentes. Pero debemos hacerlo de manera tal que se afirme nuestro interés común en reforzar a las instituciones internacionales y denunciar las dificultades e iniquidades que, si son ignoradas, permiten el surgimiento de la violencia terrorista.

Ť Michael T. Klare es profesor de Estudios para la Paz y la Seguridad Mundiales en la Universidad Hampshire, Massachusetts, y autor del libro Guerras de recursos: el nuevo panorama del conflicto global. (Metropolitan Books/Henry Holt and Company 2001)

Traducción: Gabriela Fonseca