jueves Ť 22 Ť noviembre Ť 2001
Angel Guerra
Una guerra contra los pueblos
La fragilidad evidenciada por el establishment después del 11 de septiembre, unida a la grave crisis del modelo neoliberal, llevaron el liderazgo estadunidense a tratar de conservar su hegemonía mundial mediante la aplicación indiscriminada del terrorismo de Estado y de la censura mediática. Al estilo del Far West, las imágenes televisivas de Afganistán se esmeran en mostrar el triunfo por la fuerza del "bien sobre el mal".
En las ciudades ya "liberadas", al menos los hombres pueden ir al cine. La tele reinició transmisiones, las mujeres se han quitado las burkas, exhiben el rostro sin temor a ser reprimidas y hasta se manifiestan en Kabul a favor de sus derechos. Lo que se anunciaba un conflicto largo está en trance de concluir tras el derrumbe del régimen talibán. La captura, "preferiblemente muerto" según Bush, del villano Bin Laden es cuestión de "tiempo" y está en marcha la formación de un gobierno "representativo y de amplia base" bajo el auspicio de la ONU que conducirá a Afganistán a la democracia. Todo es felicidad en el país centroasiático y, por extensión, en el mundo.
La realidad dista mucho de esa representación de los hechos que omite lo que se aparte del guión: los miles de afganos muertos por las bombas, el río de gente que huye de la metralla, los cientos de prisioneros ejecutados por la oposición armada, la amenaza de quiebre de la coalición "antiterrorista".
La "liberadora" Alianza del Norte es un conglomerado de facciones, con frecuencia rivales entre sí, que hundió a Afganistán en el caos cuando era gobierno. Fue ella la iniciadora de la represión a las mujeres, acentuada luego por los talibanes. Al retirarse de Kabul había ocasionado la muerte de 50 mil personas. Gracias a los asesinatos, al pillaje y las violaciones que practicaban y a las guerras entre esas facciones el país cayó en manos de los talibanes. Desde entonces la actividad principal de la Alianza en el territorio que conservó ha sido el comercio del opio, gran parte del cual es consumido en Europa y Estados Unidos. Formada por integrantes de las etnias minoritarias y enemiga jurada de los mayoritarios pashtún, difícilmente aceptará en los hechos un gobierno donde éstos estén representados según su peso demográfico.
Lo que está en puerta en Afganistán es el vacío de poder, la exacerbación de la guerra civil, una gran hambruna y el eventual desmembramiento del país por las facciones rivales y las potencias que las apoyan.
La desestabilización de Pakistán es casi un hecho. En el norte paquistaní, donde hay más pashtunes que en Afganistán, podrían refugiarse restos de los talibanes e iniciar desde allí, con el apoyo de las tribus hermanas, una guerra de guerrillas contra la Alianza y eventualmente contra el gobierno de Islamabad. Esta eventualidad propiciaría un golpe de Estado de los mandos pashtunes del ejército pakistaní, inconformes con el apoyo del general Musharraf a los bombardeos y con un Afganistán que ya no controlan.
Un escenario así, además de privar a Estados Unidos de su punto de apoyo principal en la zona, podría llevar a la guerra a Pakistán y la India por Cachemira y provocar levantamientos de los islamitas contra los impopulares gobiernos de las ex repúblicas centroasiáticas de la URSS, entre otras repercusiones. Cabe concebir que en ese caso la agresión estadunidense se extienda a Pakistán, con la amenaza que entrañaría para Rusia y China.
La afirmación de Washington de que esta guerra es contra el terrorismo y no contra el Islam no es creíble para los pueblos islámicos. La propaganda no puede ocultar la hostilidad contra árabes y musulmanes dentro de Estados Unidos, ni las continuas referencias en la prensa de ese país a Irak, Siria, Líbano e Irán como blancos posibles de nuevas agresiones. Tampoco engaña a los musulmanes la sorpresiva declaración de Bush a favor de la creación de un Estado palestino mientras continúa brindando todo el apoyo al genocida Ariel Sharon.
Esta guerra no es contra el terrorismo. Es contra toda actitud de cuestionamiento de los pueblos -islámicos o no-, incluido el estadunidense, a un orden imperial decadente pero intolerable. No son fortuitos las nuevas leyes y la campaña mediática que menoscaban los derechos civiles en Estados Unidos, la inclusión de las FARC en la lista yanqui de organizaciones terroristas ni los renovados intentos de subvertir el gobierno de Hugo Chávez.