SABADO Ť 17 Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Ť Armando Bartra

El autor ha muertoŤ

Fue en Charles Dickens donde en-contré este filoso retrato de la colérica benevolencia con que George W. Bush el pequeño ha emprendido la operación Libertad Duradera. Dice el novelista: "Su filantropía olía a pólvora de cañón... Según su criterio... habría que abolir la guerra pero de-clarándola antes encarnizadamente a aquellos que la fomentaban... Era menester establecer la concordia universal, pero para ello había que exterminar a cuantos no quisieran ponerla en práctica".

La presunta filantropía del imperio huele ciertamente a pólvora de cañón. Pero el texto del inglés me remite también de otras maneras a la primera guerra del milenio. La novela de la que proviene se llama El misterio de Edwin Drood, es policiaca y Dickens, que la empezó a escribir en 1870 poco antes de su muerte, ya no la pudo terminar. Sin embargo la intriga inconclusa se publicó. Y leerla provoca un curioso desasosiego: no sólo ignoramos quién es el asesino, tampoco sabemos a ciencia cierta quién iba a ser la víctima; y lo peor del caso es que nadie lo sabe dado que la solución no está en el libro ni en ninguna otra parte.

El efecto es de incertidumbre ontológica, pues en una narración convencional el sentido de los hechos corre por cuenta del autor, y si hay un enigma a él le toca desentrañarlo, asignando los papeles de víctima y de culpable, de héroe y de villano. Pero y si no hay autor. O si el autor a muerto y como Dickens -o como Dios, o como la astucia del espíritu, o como la razón histórica- no terminó de hacer su trabajo. Entonces el lector, de súbito huérfano, se enfrenta a una narración inconclusa, abierta, carente de destino; se enfrenta al vértigo de la libertad. Ultimamente así me siento yo. Bien a bien no sé quiénes son los buenos y quiénes los malos. Y en la novela de la historia no hay autor que decida por mí. El autor ha muerto.

Todavía en la segunda mitad del siglo XX los de izquierda sabíamos a qué irle: en la segunda guerra mundial estábamos con los aliados y contra el eje, pese a los coqueteos de José Stalin con los nazis y pese a Hiroshima y Nagasaki; en la guerra de Corea le íbamos a los del norte; en los combates independentistas de Asia, África y América Latina estábamos contra los ejércitos coloniales y con las fuerzas de liberación; durante la guerra de Vietnam no sólo repudiábamos al imperialismo yanqui, también alineábamos con el Viet Cong. Pero en el último cuarto del siglo todo se embrolló. El enemigo de mi enemigo ya no es mi amigo. Porque si el capital desmecatado y el imperio prepotente siguen de proverbiales villanos, lo cierto es que en el otro bando no hay a quien irle. Pero, además, ya no remamos a favor de la corriente; la historia, que estaba de nuestra parte, se nos volteó y el capitalismo dizque en fase terminal se recuperó milagrosamente. Por si fuera poco, la utopía realizada resultó inhóspita y el socialismo irreal sólo es virtuoso por inexistente, de modo que corremos el riesgo de que nos pase como a los perros que persiguen coches -o a los viejos que acechan jovencitas-, que cuando los alcanzan no saben qué hacer.

Qué poco se parece el nuevo milenio al mundo que nos prometían las lecturas ju-veniles. En vez del planeta paulatinamente liberado por revoluciones triunfantes, donde los trabajadores emancipados edificarían una sociedad libre, padecemos la prepotencia del capitalismo desatado y un sistema unipolar que se impone a sangre y fuego sobre los restos de los pequeños y grandes feudos surgidos a la sombra del viejo equilibrio de potencias. Y en las últimas semanas estamos viviendo una novela de terror. Un relato gore donde el imperio repite en el papel de Terminator y el enemigo es una suerte de asesino serial. Un choque disparejo pero de fundamentalismos simétricos, donde sólo las víctimas son entrañables, hayan muerto en Manhattan o en Kabul. Miente George W. Bush cuando le pasa al talibán la cuenta de todos los cadáveres; pero tampoco se vale endosarle al imperio los muertos en las Torres Gemelas. En esta guerra unos y otros cometen crímenes de odio. Y a la izquierda no le queda sino desmarcarse del cruento terrorismo imperial como del airado y contraproducente terrorismo de los débiles.

En el siglo XX a la zurda se le murió el autor cuando estaba a media novela. Y sin desenlace garantizado nos extraviamos en la maraña de villanos ciertos y falsos héroes. Pero a la postre fue para bien. La fe en un mundo maniqueo y una historia determinista nos hizo fervorosos pero sectarios y poco reflexivos. Porque el destino manifiesto y los aires de pureza son malos consejeros. Hoy, cuando vivimos el cruento y aterrador choque de los integristas, debemos jubilar nuestro propio fundamentalismo; es menester dejar mañas caducas y reflejos ideológicos, como se deja el cigarro. Porque a la joven izquierda le toca escribir, con otros muchos, la novela que se quedó a medias. Y sin duda será un relato polifónico y abierto; quizá un juego de rol de los que ofrecen abanicos de opciones al usuario de la historia.

 

Ť Texto que el autor hubiera querido leer en el foro contra la guerra Todas las Voces.