LA MUESTRA
Ť Carlos Bonfil
La ciénaga
LA CIENAGA FUE muy al inicio, en 1996, un proyecto casi condenado al fracaso. Nada en su propuesta o acaso muy poco tenía que ver con el cine que se producía y promovía en Argentina, eminentemente urbano, dividido entre el drama y la comedia, con actores muy reconocidos, a menudo favoritos de la televisión, el teatro o el cine de corte sentimental. Una película ambientada en el noreste argentino, en la pequeña ciudad de Salta, entre los Andes y la frontera boliviana, sólo podía suscitar algo de resquemor y desconfianza. Lo poco que se conocía de la historia parecía no tener ni pies ni cabeza. Imposible detectar una narración tradicional, un desenlace tempestuoso, un melodrama tradicional o algún asidero pintoresco.
SE TRATABA DEL primer trabajo de ficción de una joven documentalista, quien además insistía en plasmar en él sus propias vivencias familiares. La ciénaga, de Lucrecia Martel, era una experiencia intimista basada en un guión original de la directora. El trabajo fue premiado en Sundance y acto seguido varios amigos y un poco de capital extranjero apoyaron de manera temeraria la realización del filme.
EL PROYECTO TARDO tres años en realizarse y finalmente participó en el festival de Berlín, en el que alcanzó notoriedad inmediata. Lo que relata Martel es casi inenarrable, apenas algunos episodios dispersos, viñetas de la vida cotidiana en una finca, La Mandrágora, donde varias personas pasan una temporada veraniega, en medio del hastío, cultivando rencores viejos, exhibiendo mezquindades y una inocultable vocación racista en el trato a los sirvientes. Lucrecia Martel elabora una crónica fílmico-literaria de las rutinas en la pequeña finca. La crónica de un encierro, con anotaciones buñuelianas, toques de crueldad y una atmósfera asfixiante cercana a la intención de un dogma estilo La celebración, de Vinterberg.
¿COMO EXPLICAR IMAGENES contundentes como la de una vaca atrapada en un pantano, a la vez detalle naturalista y sugerencia surrealista? Un vaso hecho añicos representa una enorme carga de violencia, la misma que la directora no ofrece jamás al espectador directamente, la misma que subyace en los gestos y actitudes de cada personaje, como en Viva el rey, de Kristian Levring, pero lejos ahora del desierto africano, en otro lugar perdido donde una burguesía de provincia hace gala de sus prejuicios más añejos y de sus enconos familiares, de sus apetitos carnales y del desprecio a sus subalternos. ¿Qué mejor metáfora para el desdén con el que una clase privilegiada sobrelleva, o aprovecha, las crisis recurrentes que azotan a una nación entera? Lucrecia Martel no hace cine político ni un relato de denuncia, pero indudablemente encuentra en la exasperación de las conductas y en la descripción de un clima enrarecido y desolado una expresión ideal para sus inquietudes, y mejor aún, un tono poco habitual en el cine latinoamericano. Es justamente ese estilo prometedor el que señala la calidad de su aventura fílmica. Insoportable y tediosa para algunos, fascinante en su originalidad para quien se permita el placer de apreciarlo.
DE ENTRADA EL título de la cinta más reciente de Juan Antonio de la Riva puede parecer desconcertante. Pero ¿hay algo que no lo sea en la carrera de este realizador que despreocupadamente salta de los apuntes autobiográficos de Vidas errantes (1984) a cintas inefables como ¡Soy libre! (1991), con la cantante Yuri, o Una maestra con ángel (1993)? En su primer largometraje, el realizador dio cuenta de una experiencia personal, la de haber acompañado a su padre a las proyecciones ambulantes de cine que realizaba por el estado de Durango. Seis años más tarde el director regresa a su tierra natal, a los aserraderos descritos en su primer trabajo, e incursiona en una vivencia colectiva, Pueblo de madera (1990), aunque ya sin la fuerza del relato intimista anterior. La trilogía duranguense presentida por el director queda en ese momento interrumpida. En los años siguientes, De la Riva parece abandonar el cine rural y la impresión es más viva cuando, en 1996, sorprende a todo mundo con Elisa antes del fin del mundo, cinta original, ya muy lejos en tono, ambientación y factura, y en tanto experiencia urbana, de todo lo que anunciaba su primer cine.
EL TITULO EL gavilán de la sierra señala ahora sin rodeos el regreso del cineasta a sus temas iniciales, y al mismo tiempo la culminación de su trilogía interrumpida. En esta suerte de epílogo, al mismo tiempo homenaje a figuras crepusculares (Mario Almada) o al cine rural de los años cincuenta y sesenta, se combinan elementos anecdóticos como el exilio voluntario y la pauperización de un fuereño en la capital, y una crónica social mínima (el rescate hemerográfico de una historia de bandidos, vagamente justicieros, que durante un tiempo asolaron a Durango).
LA IDEA DEL director fue narrar las andanzas de Gabriel Nevárez (Juan Angel Esparza) y otros dos bandoleros, a partir del corrido que su hermano Rosendo (Guillermo Larrea) le compone al regresar al pueblo natal donde su hermano ha muerto acribillado. Un poco en el estilo de Soy el hermano de Josh Polonsky, presentada en el pasado Foro de la Cineteca, Rosendo indagará los motivos del ajusticiamiento, confrontando las opiniones de familiares, amigos y agraviados, sus versiones de los hechos, la materia de la leyenda improvisada, hasta completar en un corrido el curioso perfil de un antihéroe campirano, a la vez rudo y vulnerable, seductor y antipático.
JUAN ANTONIO DE la Riva construye su guión mezclando los tiempos, obligando al espectador a reconstruir él también la historia enigmática que interesa a Rosendo. Al lado de su colaborador de largo tiempo, Antonio Avitia, apuesta a una propuesta marcadamente musical en un cine nacional que ya no es ni campirano ni mucho menos cantado. De ahí que la cinta señale, una vez más, como en Vidas errantes, la nostalgia por el cine desaparecido, el de Gavaldón (citado en la cinta) o el de Ismael Rodríguez, referencia indispensable. Un esfuerzo entusiasta, aunque modesto en sus logros, por revivir el cine popular y alimentar sus leyendas.