KABUL, VICTORIA PIRRICA
En
horas recientes, el gobierno de Estados Unidos se vio desbordado por sus
aliados coyunturales en Afganistán, los variopintos opositores coaligados
en la Alianza del Norte, cuyas fuerzas entraron a saco en una Kabul de
por sí destruida tras muchos años de guerras intestinas y
cinco semanas de bombardeo estadunidense.
De inmediato, en la devastada capital afgana, los vencedores
del momento ejecutaron a varios individuos en las calles, mientras que
hombres armados de ambos bandos se dieron al saqueo de almacenes de las
Naciones Unidas y comercios privados.
En tales condiciones, el designio de Washington de establecer
un gobierno afgano con todas las facciones antitalibán --y enemigas
entre sí-- no parece fácilmente realizable. De acuerdo con
los datos disponibles, la martirizada nación de Asia central seguirá
siendo víctima, por un tiempo indefinido, de las confrontaciones
tribales y de los cacicazgos frágiles de los señores de la
guerra.
En el mejor de los casos, si la Alianza del Norte logra
sobrevivir unida a un triunfo militar que le fue regalado por la fuerza
aérea de Estados Unidos, lo más probable, a juzgar por las
ejecuciones ocurridas en Kabul, es que conforme un régimen no menos
bárbaro y represivo que el talibán.
A este respecto, Amnistía Internacional ha alertado
ya sobre los riesgos de que las avanzadas militares de las facciones favorecidas
circunstancialmente por Estados Unidos, en ausencia de mecanismos de supervisión
civil internacional y hasta de estructuras de autoridad propias, provoquen
una matanza de proporciones imprevisibles.
Lo ocurrido hasta el momento es ya una vergüenza
para Washington y Londres, los gobiernos occidentales más activamente
involucrados en la guerra contra Afganistán. A lo que puede verse,
dos países que hablan invariablemente en nombre de la democracia,
los derechos humanos y la civilización, han puesto sus maquinarias
bélicas al servicio de hordas de matones no menos sanguinarias que
los aparentemente vencidos talibanes, no menos involucradas que éstos
en el trasiego masivo de heroína y, lo más paradójico,
no menos hostiles hacia occidente.
Por otra parte, los más recientes sucesos en el
frente afgano no parecen afectar de manera significativa a la organización
Al Qaeda, responsabilizada por Washington de los atentados del 11 de septiembre,
toda vez que los principales centros de ese grupo nunca estuvieron en Kabul.
El supuesto enemigo permanece, pues, incólume, después de
semanas de bombardeos, de miles de vidas inocentes segadas por las bombas
y de muchos millones de dólares gastados.
Finalmente, en el supuesto de que la caída de Kabul
significase el fin de los talibanes y de la organización de Osama
Bin Laden, cabe preguntarse cuánto tiempo pasará antes de
que los vencedores del momento se enemisten con sus promotores occidentales.
Así ocurrió con Saddam Hussein, así ocurrió
con los propios talibanes y con Bin Laden, y no hay razones para pensar
que en adelante las cosas vayan a ser distintas.
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