Espejo en Estados Unidos México, D.F. miércoles 14 de noviembre de 2001
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Editorial

KABUL, VICTORIA PIRRICA

SOLEn horas recientes, el gobierno de Estados Unidos se vio desbordado por sus aliados coyunturales en Afganistán, los variopintos opositores coaligados en la Alianza del Norte, cuyas fuerzas entraron a saco en una Kabul de por sí destruida tras muchos años de guerras intestinas y cinco semanas de bombardeo estadunidense.

De inmediato, en la devastada capital afgana, los vencedores del momento ejecutaron a varios individuos en las calles, mientras que hombres armados de ambos bandos se dieron al saqueo de almacenes de las Naciones Unidas y comercios privados.

En tales condiciones, el designio de Washington de establecer un gobierno afgano con todas las facciones antitalibán --y enemigas entre sí-- no parece fácilmente realizable. De acuerdo con los datos disponibles, la martirizada nación de Asia central seguirá siendo víctima, por un tiempo indefinido, de las confrontaciones tribales y de los cacicazgos frágiles de los señores de la guerra.

En el mejor de los casos, si la Alianza del Norte logra sobrevivir unida a un triunfo militar que le fue regalado por la fuerza aérea de Estados Unidos, lo más probable, a juzgar por las ejecuciones ocurridas en Kabul, es que conforme un régimen no menos bárbaro y represivo que el talibán.

A este respecto, Amnistía Internacional ha alertado ya sobre los riesgos de que las avanzadas militares de las facciones favorecidas circunstancialmente por Estados Unidos, en ausencia de mecanismos de supervisión civil internacional y hasta de estructuras de autoridad propias, provoquen una matanza de proporciones imprevisibles.

Lo ocurrido hasta el momento es ya una vergüenza para Washington y Londres, los gobiernos occidentales más activamente involucrados en la guerra contra Afganistán. A lo que puede verse, dos países que hablan invariablemente en nombre de la democracia, los derechos humanos y la civilización, han puesto sus maquinarias bélicas al servicio de hordas de matones no menos sanguinarias que los aparentemente vencidos talibanes, no menos involucradas que éstos en el trasiego masivo de heroína y, lo más paradójico, no menos hostiles hacia occidente.

Por otra parte, los más recientes sucesos en el frente afgano no parecen afectar de manera significativa a la organización Al Qaeda, responsabilizada por Washington de los atentados del 11 de septiembre, toda vez que los principales centros de ese grupo nunca estuvieron en Kabul. El supuesto enemigo permanece, pues, incólume, después de semanas de bombardeos, de miles de vidas inocentes segadas por las bombas y de muchos millones de dólares gastados.

Finalmente, en el supuesto de que la caída de Kabul significase el fin de los talibanes y de la organización de Osama Bin Laden, cabe preguntarse cuánto tiempo pasará antes de que los vencedores del momento se enemisten con sus promotores occidentales. Así ocurrió con Saddam Hussein, así ocurrió con los propios talibanes y con Bin Laden, y no hay razones para pensar que en adelante las cosas vayan a ser distintas.
 

 

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