miercoles Ť 14 Ť noviembre Ť 2001
Luis Linares Zapata
Las comarcas civiles
Las luchas de la sociedad mexicana por afirmar sus derechos fundamentales para transitar a una vida democrática han sido cruentas y dilatadas. Durante mucho tiempo fueron neutralizadas y hasta hechas retroceder por el férreo paternalismo que acompañó la construcción del Estado moderno a partir de la revolución. En México, donde una Iglesia ha monopolizado el ritual y contenido de las creencias religiosas, se ha dificultado, casi al extremo, la adopción de reglas seculares y éticas para una convivencia organizada basada en la responsabilidad del individuo y el respeto a la pluralidad de creencias y modos de ser y actuar. El inequitativo reparto de la riqueza y las oportunidades también ha conspirado para la formación de comarcas civiles organizadas. Ello ha obligado a un largo periodo de incubación donde el conflicto por asentar la independencia personal ha sido la norma en la ruta para arribar a la consolidación de los valores ciudadanos.
La misma alternancia no fue sino uno más de los episodios del forcejeo entre la sociedad y el gobierno por distribuir el poder que había sido incautado por un grupo (la familia revolucionaria). La cuestión, como siempre y que bien se expresa en Alicia en el país de las maravillas, ha versado sobre saber quién manda. Si a pesar de haber golpeado al régimen presidencial autoritario y al partido hegemónico tomó todavía sus décadas para abrirlos, más energía resta por emplear para afianzar la cultura que haga vigente el poder ciudadano. Es por eso que las reacciones ante las provocaciones que el presidente Fox montó ese sábado negro (Fox contigo) han sido tan virulentas y extendidas. Y lo han sido porque las palabras presidenciales cayeron de lleno y agredieron esa cultura ciudadana que pelea, de manera casi desesperada, por su afianzamiento. Una cultura que separe, analice y dé respuesta, con toda la fuerza y carente de falsos respetos, a la intromisión del Poder Ejecutivo en aquellos campos reservados, en exclusiva, a la sociedad.
Nada hay escrito en la ley que permita a un mandatario dictar normas para la conducta y orientación editorial de los medios de comunicación. Menos aún para erigirse en crítico de periodistas, en "ordenador del desorden" o en enjuiciador de delitos, a no ser que acuda ante los tribunales para presentar una formal denuncia de hechos, a lo que está, eso sí, obligado por la ley en cuanto se percate o sufra, en carne propia como dijo, alguna violación.
El pecado de Fox ha sido capital, un craso error político, y aún sigue afirmando que tiene derecho a lo que hizo. Una cosa es proclamar su interesada verdad, y otra, muy distinta, exigirle a la prensa que la tome como exclusiva guía y la convierta en la escala que norme y jerarquice la información que ella difunda. Ningún gobierno dice la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Dice sólo la parte que le conviene si no es que se la reserva por entero para mejores momentos que, por cierto, siempre se posponen. La verdad, con todo y sus limitaciones, debe ser buscada afanosamente por la sociedad y sus cuerpos auxiliares: partidos, medios, ONG, centros de saber y demás organismos civiles. Tiene que arrancarse a golpes de leyes y reglamentos, como el de la información, que todavía hoy en día no logra imponerse como realidad tangible y práctica universalmente aceptada en el país. Ello habla del atraso que todavía acarreamos como conjunto social que quiere arribar a la modernidad.
Muchos agentes y actores políticos, económicos, sociales, religiosos y hasta culturales se han enredado en disquisiciones para explicar y hasta justificar el alegado derecho presidencial para calificar de mentirosos y calumniadores a los periodistas y editores, y de bobos a los lectores. No faltaron tampoco los subordinados del Ejecutivo (Creel) que salieron en su defensa. De ellos se entiende que quieran poner a salvo su puesto, pero no se les puede perdonar su falta de solidaridad y comprensión para con la transición por la que luchan, con tantas desventajas, los ciudadanos de esta endeble democracia. A los primeros hay que recordarles que la sociedad será tan informada y libre como sus ciudadanos decidan ser. A los segundos, los funcionarios, reclamarles su falta de actualización para con las ideas que corren por el mundo. En esta tesitura no puede haber compromisos caritativos que dejen resquicios para que algún presidente, revestido de crítico, de editor o de ahorrador de recursos para comprar plumas afines o subsidiar diarios, se introduzca en el quehacer del periodismo para mejor sacarle lustre a su liderazgo. Antes habría que solicitarle, de la manera más dura posible, que deje de pedir incrementos salariales para él y sus sobrepagados auxiliares (que de ninguna manera han desquitado) y entre en un estricto, republicano periodo de austeridad, que empiece por enclaustrar el desmedido uso de la palabra y los atrevidos juicios que lanza al aire sin recato.