miercoles Ť 14 Ť noviembre Ť 2001
José Steinsleger
Aladino y los secretos del Islam
Rey de reyes, islámico sunnita y autodesignado protector del golfo Pérsico y del estrecho de Ormuz, Mohammed Reza Pahlevi (1919-80) frotó la lámpara de Aladino y de tres deseos el genio le concedió dos: una revolución tecnológica de cuño occidental y una princesa alemana a la que después cambió por Farah Diba porque Soraya, la de los ojos verdes, no podía concederle el primogénito.
El cha de Irán reclamó el tercer deseo. Pero el genio, que trabajaba para los ingleses, se alzó de hombros: "está difícil. A ti corresponde ganar los desconcertantes abismos del alma persa. No olvides que a fines del siglo XIX, con una mirada, el clero chiíta impuso la prohibición de fumar a toda la población y quebró el monopolio del tabaco inglés en Irán".
Formado en el canon de la cultura europea, el cha creyó que podía afrontar el desafío. Con inquietud, recordó que en los años 30, siendo adolescente, había apaleado en público a uno de los ayatolas más queridos de Irán, al que trató de "cerdo". Pero se tranquilizó cuando en 1953 el ayatollah Kashnai y la CIA derrocaron el gobierno nacionalista de Mossadegh que amenazaba la corona.
Durante 25 años (1954-79) Irán fue sometido a una suerte de "reforma meiji" para hacer del país "el Japón del Medio Oriente". Occidente pensó que el cuento de Aladino se hacía realidad. Las antorchas de las refine-rías y yacimientos de gas natural iluminaban por doquier el desierto. Sin embargo, la lámpara de Aladino también alimentaba el fuego sagrado de la severa religión del desierto.
La "civilización occidental" poco hizo para reconocer que el "progreso" iraní dependía de la SAVAK, aparato político que la CIA organizó para asesinar, torturar y encarcelar a millares de opositores. Mientras el ímpetu modernizador y los preparativos destinados a la fausta celebración de los 2 mil 500 años del Imperio persa llenaban las páginas de las publicaciones "serias" de Occidente, la hora de los cuchillos largos se acercaba.
Hundido en la miseria y en pobrísimas poblaciones de las que colgaban catedrales de oro puro, el pueblo iraní aguardó su hora con paciencia. Los fieles de la shia resistieron por mediación del ketman, arte de ocultar las más íntimas convicciones, y el tawhid (doctrina de la unidad) que representa la omnipresencia divina mediante la acentuación mística con Alá: Dios está en mí y yo estoy en Dios. El sacrificio de mí mismo me identifica con Dios.
El cha de Irán entrevió que algo denso estaba minando lentamente su poder. "Cuando las fuerzas religiosas se mezclan con las fuerzas políticas -dijo en los años sesenta- se viven tiempos difíciles y peligrosos. Semejantes desvaríos acaban siempre en el oscurantismo."
Ante la inminente caída del cha, la CIA exhibió los mapas de colores del Pentágono y aseguró que los comunistas eran el enemigo a vencer en Irán. Pero el experto James Bill, de la revista Foreign Affairs, escribió: "no, son los chiítas y los ayatollahs... Los embajadores se preocupan más en confirmar el estereotipo que Washington tiene de su política hacia Teherán que en desarrollar un entendimiento de la sociedad" (Vol. 57, No. 2, 1977)
El Mossad y el MI-5, servicios de inteligencia de Israel y Gran Bretaña, coincidieron con el analista. Cuando el apoyo de Washington empezó a menguar, el cha declaró con tono desafiante: "si ustedes no tuvieran un Irán fuerte, capaz de garantizar su propia seguridad en el Oceáno Indico... Ƒqué harían, estacionar un millón de soldados estadunidenses en la región?" (Newsweek, 24/1/77)
Estados Unidos le dio la espalda a su fiel aliado del golfo arábigo-pérsico y tomó contacto con el clero chiíta que lideraba el ayatollah Jomeini. La revolución triunfó en febrero de 1979. Pero en Washington nunca entendieron por qué el nuevo gobierno, claramente anticomunista, permitió meses después que un grupo de estudiantes ocupase su embajada de Teherán durante 14 meses, al grito de Marbar America ("Muerte a América").
En septiembre de 1980, cuando Irak e Irán entraron en guerra, los países occidentales apoyaron al régimen de Saddam Hussein. Y a causa de la invasión soviética a Afganistán, diseñada para apuntalar la revolución de 1978, Estados Unidos suministró armas al vecino Pakistán, abasteciendo desde allí a los grupos rebeldes que peleaban contra el régimen de Kabul.
"Ahora sí, por fin entendimos que los islámicos son nuestros aliados", concluyeron los genios de Washington. Ingleses, rusos y judíos omitieron comentarios. Porque entre aquellos grupos se hallaba el talibán, integrado por jóvenes impetuosos como Bin Laden, de la secta wahabita de Arabia Saudita, que de la CIA recibían lecciones avanzadas en las técnicas de exterminar al prójimo.
Sobre cojines y alfombras, misiles y computadoras, millones de personas murieron en estas guerras. En tanto sus mujeres, cubiertas de velos de pies a cabeza, se limitaban al acarreo de agua en jarras sobre los hombros y a engendrar con resignación a los soldados futuros de la batalla contra el infiel.