LUNES Ť 12 Ť NOVIEMBRE Ť 2001
Ť Partitura sublime, tres conciertos para guitarra, sinfonía y cuatro piezas de regalo
La Sinfónica de Berlín ante un público villamelón
PABLO ESPINOSA
Una partitura que condensa lo sublime, tres conciertos para guitarra, una sinfonía con sonido idiosincrático, cuatro piezas de regalo, un público villamelón y varias pifias coronaron la visita breve de la Sinfónica de Berlín, que congregó la noche del sábado en Bellas Artes a un público que parecía confundir la gimnasia con la magnesia, la filarmónica con la sinfónica, el mármol con el merengue y el postre con el aperitivo.
La partitura que condensa lo sublime sonó al principio: Cantus, del estoniano avecindado en Berlín Arvo Part. La sinfonía con sonido idiosincrático: la Segunda de las Barbas de Brahms. Los tres conciertos para guitarra: el de Giuliani, el del venezolano Alfonso Montes pero que bien podría firmar Luis Cobos por su peculiar e infumable chabacanería, y el segundo movimiento del Concierto de Aranjuez para un público de postín que se sintió, con tal galantería, completamente palacio... de Bellas Artes. Palacio de marmomerengue como pocas veces.
La impostura de los despistados era evidente: un público groserón que parecía fincar la importancia de la noche no en el programa del concierto sino en el orden del menú de la cena obligada, o en el atuendo dizque elegante de invierno de tercer mundo o en el concurso de a ver quién trae más guaruras esperando a la salida con sus microbuses, esos autotes de lujo y de moda subidos en las vías peatonales, porque o fueron porque los invitaron ejecutivamente o porque costaban caros los boletos, que para el caso es lo mismo. Su ignorancia supina era evidente tanto en sus aplausos a destiempo, que boicoteaban la continuidad de la música por igual que en esa extraña forma de "etiqueta" o aggiornamiento del Manual Apócrifo de Carreño que consiste en toser entre movimiento y movimiento. Qué digo toser, emitir sucias expectoraciones como creyéndose eso de que los romanos vomitaban en sus orgías para seguir comiendo y que todo eso es "elegante". Pasu.
A pesar de todo la música sonó. La impresionante manera que tiene Arvo Part de conjuntar lo más hermoso de la naturaleza humana en sus partituras tomó cuerpo en los primeros minutos del concierto: una campana suspendida en el vacío, una sensación de eternidad, una sublime manera de estar vivo, puro, en estado de gracia. Y justo en ese momento, la eyaculación precoz de los snobs que propinaron en el momento más delicado del finale horrísonos aplausos que dieron al traste y de súbito a la gracia que envolvía el ambiente. Algo así como eructar para demostrar que el guiso estaba rico.
Enseguida, la guitarrista alemana Irina Kircher acometió, con sonido amplificado electrónicamente dada la mala acústica bellasartiana y para evitar ser sepultada la voz de la guitarra por el vozarrón de la orquesta, las obras susodichas de Giuliani, Montes y Rodrigo. A la batuta, el venezolano Eduardo Marturet, a la postre esposo de la guitarrista.
Luego del intermedio, la Segunda Sinfonía brahmsiana sonó naturalita, como si los instrumentos accionados por los músicos alemanes fueran caballitos de hacienda y nos condujeran de manera natural por los meandros de belleza del pensamiento del gordifloncito de las barbas canas. La genialidad del barbudo Brahms respiraba circularmente en las maderas, hallaba el intersticio exacto entre el blanco y el negro, la materia gris. Salvo algunas desconchifladuras, la orquesta sonó precisa, concisa y maciza.
Luego vinieron las cuatro obras de regalo: un vals vienés de Strauss, un arreglo formidable -a lo Gidon Kremer- de Ovlibion, una de las obras maestras de ese clásico del siglo veinte llamado Astor Piazzolla, enseguida una "ofrenda musical" previo discurso retórico del director de orquesta de modales chistosos y que dirige la orquesta como si pusiera en escena los cartones melómanos de Quino, y finalmente la obligada Rapsodia Húngara de cuando escuches este Brahms.
Y todos contentos, algunos a sus cenas, otros a sus aperitivos, otros más a sus guaruras y unos cuantos a sus reflexiones, al regusto de las obras de Arvo Part, Astor Piazzolla y Johannes Brahms, los verdaderos señores de la noche.