LUNES Ť 12 Ť NOVIEMBRE Ť 2001
Hermann Bellighausen
Cuento a pie
Hace aire, y los árboles están bailando. Con su pesado modo, agitan ramas y melenas sin despegar del piso. Calucas (o Khalukas sin el tamiz castizo), se encuentra para variar muy lejos. Ha transcurrido tal tiempo que poco recuerda de los días del dervichero, dejado atrás de las praderas y los mares numerosos. Ya no recibe siquiera las cartas del hermano jardinero, contándole sus historias simples, la incomprensible salud de los derviches, y el devenir de la casa donde se piensa.
Completamente derviche, andrajoso y evasivo, está en donde se pone a girar para su elevación, y en su vivir desmiente y reconfirma la disciplina mística que lo hizo lo que ya no es, puesto como está en otra esfera, más baja. Se mira los pies, esos animales libres, nada feos, que llevan vida propia, no consultan al cerebro, jamás se hinchan ni se quejan, se van de farra por su cuenta y caminan como si no existieran. Pies promedio, heridas, picaduras y callos no dejaron huella. ƑNo dicen que enfermedad es acordarse de órganos y miembros, sentirlos cuerpo extraño que atacara? Un cuerpo sano más bien se olvida. Tormento de viejos lo contrario.
Calucas aún tiene más sueños que años. Y bueno, si se presenta la ocasión, trabaja por levantar sustento encima del hambre, tampoco se trata de sufrir sin necesidad. Si algo aprendió de lo que supo en otro tiempo fue a impedir que las cicatrices manden, sean antiguas o grandes. Las suyas quedan en el rostro, y tiempo hace que no topa un espejo, lo cual, como la salud, es una forma de ignorar el cuerpo y recordarlo sólo por lo bien que se siente.
Sentado en una roca gorda, está en eso cuando lo rodea un rebaño de ovejas lanudas, gregarias cual suelen, y redundantemente bovinas. Abandona su contemplación de pies, levanta la cabeza y por el camino quebrado ve llegar a la mujer que agita una vara sin torturar, más bien dirigiendo los borregos como a una orquesta. La acompañan un niño silencioso que empieza a fastidiarse de la faena y un perro dando vueltas al rebaño sin ladrar, como cualquier gendarme en bicicleta.
Una oveja, menos tímida que las otras, le olisquea el tobillo. Calucas se sobresalta pues la nariz, fría, y su piel, descalza. La mujer, que es joven, se abre paso entre el rebaño. Ya que la tiene enfrente, la oye decir:
-Qué pies tan grandes tienes.
-No te creas -se oye replicar Calucas.
-Pues a mí me lo parecen.
-Son del seis y medio nada más.
La mujer alza una pierna por encima de las ovejas, se desenfunda una sandalia y le muestra un pie diminuto, muy usado a pesar de ser joven, pero como los de Calucas, simple y sano.
-ƑDe cuál será que calzo? -pregunta.
Calucas es malo para esos cálculos. Para cualquier cálculo. ƑSerá del dos y medio, del tres? Qué más le da.
-ƑEres nuevo? -cambia de tema la pastora.
-Hombre, gracias -dice Calucas con su sonrisa a medias.
-Hombre tú, yo soy pastora.
-Era un decir -se disculpa Calucas.
-Todo lo que se dice es un decir -rumia la pastora, que de pronto se le figura a Calucas una maestra de escuela.
-Entonces qué te puedo yo decir.
-Cualquier cosa.
-No se me ocurre nada.
-Cuéntame qué se siente que no se te ocurra nada que decir.
-Sé girar.
Calucas se descubre de pie, hablando en lenguas cosas que no entiende. La pastora escucha, mira, pondera, lo anima para que gire más. Las ovejas se desbalagan en la loma. El celoso gendarme, por más que ladra, ahora sí, no se hace obedecer. Dos ya balan en la hondonada, creyéndose perdidas.
Apoyada con suma gracia en su vara rústica, entretenida en la jerga de Calucas, la mujer ignora al rebaño. Sopla el aire. Los árboles bailan. La mañana avanza . Aquí nadie se aburre. Ni Calucas, ni la pastora, ni el perro, ni, mucho menos, las ovejas dispersas.