Ilán Semo
El gato escondido y la cola de fuera
Las transiciones políticas que se escenificaron entre los años setenta y ochenta muestran un curso peculiar. Muerto Franco, la euforia por Suárez, que inició el deshielo de la dictadura, duró exactamente dos años. Siguió la decepción. El Centro Democrático, una inestable coalición dominada por el franquismo, se detuvo ante la reforma del Estado. La sociedad española perdió la confianza no en el proceso de apertura y renovación sino en Suárez, o mejor dicho, en que él fuera capaz de llevarla a buen fin. Dos años más tarde, el PSOE retomó lo que Suárez no había logrado continuar: transformar el Estado en una realidad efectivamente representativa de la sociedad española. La historia de Mijail Gorbachov se inicia también en una ilusión: la perestroika. Fue una ilusión que cautivó al mundo. Tres años después de iniciadas las reformas, Gorbachov tenía que disfrazarse para caminar por Moscú. El fin de la Unión Soviética trajo consigo una variante del populismo ruso: un régimen anegado por la disolución institucional, las mafias económicas y el dominio de la presidencia sobre los poderes del Estado. Extremos: España y Rusia muestran las variadas distancias que puede adoptar la depresión postransición en los procesos de cambio gradual.
Debe haber cierta similitud entre las decepciones políticas y las amorosas: en ambas todos se echan la culpa de todo. Lo que asombra en la brevísima historia que se inicia el 1º de julio del 2000 con la caída del PRI es la rapidez del declive. Las comparaciones entre el primer año de gobierno de Vicente Fox y la implosión del gobierno de Madero desde 1912 abundan. Son parte de ese histrionismo -o infantilismo- historiográfico que confunde la escritura de la historia con los recetarios políticos. El misterio de la historia reside en descifrar un mundo que quedó atrás, dotado de enigmas propios, no en desfigurarlo como si fuera una bola de cristal. La historia es un libro abierto a la incertidumbre del pasado. Lo demás es ideología o esa perversión que los sociólogos acostumbran llamar "historia" cuando hablan del pasado.
Madero encabezó una revolución, no una transición. Quienes lo apoyaban buscaban el poder con las armas, no con los votos. Su primera e imposible tarea fue desarmar a los rebeldes. Y su tragedia es la de un hombre que se halló en el centro de un choque entre fuerzas irreconciliables: de un lado, quienes querían, como los zapatistas, convertir la revolución democrática en una transformación social; del otro, quienes se proponían preservar, con democracia, el orden social fincado por el porfiriato. Además, no usaba botas de charol.
La historia de Fox es menos ambiciosa aunque sin duda más histriónica. De las cuatro reformas que desdibujó al principio de su mandato, todas han quedado de una u otra manera secuestradas por un peculiar estancamiento. A saber son las siguientes: a) la reforma del Estado; b) la reforma fiscal; c) el dilema de Chiapas y d) el cambio de la relación con Estados Unidos. En principio, serían suficientes para emprender el reorden institucional que hoy requiere el proceso democrático para llegar a cierta coherencia. Sin embargo, ninguna de ellas parece atraer la voluntad presidencial ni la de los otros poderes del Estado. La política es, en esencia, un conflicto de voluntades. Pero son voluntades que se despliegan bajo límites relativamente precisos. A veces, los desbordan; y a veces, quedan inutilizadas por ellos. El límite obvio de la de Fox ha sido, y seguirá siendo a juzgar por la recomposición priísta, la ausencia de una mayoría a su favor en el Congreso. Siempre se puede decir que la inhabilidad de su gerencialismo político ha acabado por detener el proceso mismo de la consolidación democrática. Lo más probable es que sea cierto. Sin embargo, esa inhabilidad tiene otra lectura: la ausencia de una forma institucional entre el Congreso y el Ejecutivo que impida el surgimiento del vacío que está paralizando al Estado en su conjunto. El tejido profundo del México que fincaba sus formas de hacer política en la centralidad del presidencialismo está aguardando: ese gato escondido que espera el momento para regresar.
Tal vez el dilema es que, para consolidarse, la transformación democrática del Estado debe pasar de un sobrepeso del poder presidencial a un régimen de carácter parlamentario. Esa sería la primera tarea de una reforma del Estado destinada a evitar marasmos como los que han acontecido en la mayor parte de los países de América Latina y, en general, en todas las transiciones dominadas por la sombra de un presidente fuera del alcance de las propias instituciones del Estado. Es obvio que, hasta ahora, Fox ha querido capitalizar las ventajas del antiguo sistema presidencial en un cambio que ya no acepta esa forma de legitimidad. También lo es la parálisis que ha traído consigo.