VIERNES Ť 9 Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Ť Sergio Ramírez

Rumbo al puerto de origen

A doña Carmen

 

En mayo de 1961 conocí a don Juan Bosch. Vivía en Costa Rica una de las etapas del largo exilio que lo había llevado por distintos países dejando libros guardados por todas partes, en cajas de cartón que nadie abriría ya nunca de nuevo, como siempre ocurre. Los libros, que luego esponja la humedad y se come la polilla, son la cauda de los exilios. Era entonces un desterrado emblemático del Caribe revuelto, que al tiempo que escribía cuentos ejemplares que estaban en todas las antologías, reclamaba una alternativa democrática para la República Dominicana, dominada por un tirano a su vez emblemático, el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo.

Lo que yo recordaba entonces de Trujillo es que había enviado una banda militar a los funerales del viejo Somoza, y que los músicos vestidos de uniformes negros, con entorchados de oro, marchaban de cuatro en fondo por las calles desoladas de Managua tocando marchas fúnebres, los fuegos del sol de mediodía prendidos en el cobre de las bombardas. Se lo conté, y se rió apaciblemente, con cierta melancolía. Ese mismo Trujillo de bigotito canalla que solía aparecer en los periódicos retratado con un bicornio en el que flameaba un airón de plumas de avestruz, copiado de algún viejo figurín de pompas militares. Emblemáticos los dos, pero cada uno por su propio lado, representantes de mundos que jamás se iban a reconciliar.

En Costa Rica enseñaba historia de América Latina en la escuela que la hermandad de líderes socialdemócratas -José Figueres, Muñoz Marín, Haya de la Torre, Rómulo Betancourt, y él mismo- habían abierto en San Isidro de Coronado, poblado del valle central cercano a San José, para entrenar a jóvenes dirigentes políticos del continente. Recuerdo su figura delgada en mangas de camisa, la corbata bien anudada, sus ojos celestes, sus anteojos de marco de carey, su pelo rizado prematuramente cano, y su acento neutro, que no tenía ningún deje caribeño, severo y cordial de voz y maneras, siempre buscando una moralejas en la conversación. Así pude escuchar, expuestas de su voz, a mis 18 años, sus consejos acerca del rigor necesario para conseguir una buena pieza narrativa. Y para conseguir un país libre de dictaduras.

Abandonar para siempre la literatura resultaba extraño en alguien que apenas sobrepasaba los 50 años y se hallaba en su plenitud creativa, pero fue lo que él hizo. A los pocos días, ya de vuelta yo en Nicaragua, mataron a Trujillo. Volvió don Juan triunfante a su patria y resultó electo al año siguiente presidente de la República por votación abrumadora. Tomó posesión en febrero de 1963 y siete meses más tarde fue derrocado.

Las reformas que desde la presidencia quiso imponer a la realidad arcaica de su país, vistas a la luz de hoy parecen moderadas, tan moderadas como lo fueron las que Jacobo Arbenz había querido para Guatemala una década atrás, y que le costaron también el derrocamiento y el exilio. No podía haber flores de invernadero en el páramo de la guerra fría. Y el hecho de que un escritor fuera depuesto por un golpe militar no venía a resultar nada nuevo en América Latina. Era lo mismo que le había ocurrido al novelista Rómulo Gallegos en Venezuela, en 1948, víctima del cuartelazo que tras pocos meses de su toma de posesión dio paso a la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez.

Su vida seguiría siendo tan azarosa como antes, durante sus pocos meses en el poder, y luego exiliado otra vez en Puerto Rico, hasta donde lo alcanzaron en 1965 los ecos de la rebelión nacionalista que trajo como secuela la intervención militar estadunidense ordenada por Lyndon B. Johnson. Esa rebelión, encabezada por el coronel Francisco Caamaño en nombre de una facción juvenil del ejército, pretendió restablecerlo en el poder. La historia, que parece imaginada por los novelistas, o por los cuentistas, había puesto en su camino a aquel joven oficial, encargado de custodiarlo durante el viaje del barco que lo había llevado al destierro a Puerto Rico en septiembre de 1963.

Cuando tuvo la oportunidad tan única de ejercer al poder, quiso hacer desde el gobierno lo que había venido haciendo toda su vida con la literatura, reivindicar un mundo atrasado, olvidado, oprimido, hacerle justicia. Era el mundo de los campesinos que había conocido en el Cibao desde su infancia. Y es el mundo que le sobrevivirá, porque está en sus cuentos, la única manera en que a fin de cuentas pudo reivindicarlo.

Y como insisto en que los escenarios de la historia parecen siempre preparados por la imaginación de los novelistas, o de los cuentistas, termino recordando que cuando nos encontramos por primera vez en aquel mayo de 1961, nadie podía decirle entonces que le tocaría suceder en el poder a Trujillo, su antítesis ética y política, aunque fuera por pocos meses. Tampoco nadie pudo haberme dicho entonces, aprendiz de cuentista sentado frente a su maestro, que dos décadas después me tocaría suceder a Somoza como miembro de la Junta de Gobierno, al triunfo de la Revolución en Nicaragua.

Al fin y al cabo, en el Caribe de llamaradas revueltas la historia privada no viene a ser la historia de las naciones, como señalaba Balzac, sino que la historia pública arrastra en su turbión a las vidas privadas, las transforma, y como una deidad funesta decide la suerte de los escritores. No puedo dejar de recordar nada de esto ahora que don Juan, tras su largo viaje, regresa al puerto de origen.

Managua, noviembre de 2001.