Crónica Sero
Joaquín Hurtado
Para A. L. Liguori
Bocarriba. Mi cuerpo se desliza bajo el arco inmaculado del TAC, Tecnología de Star Trek, para escudriñar mi vientre de lagarto. Una masa misteriosa me fue recién detectada por un eco que rastreaba piedras en riñones. Julio, mi buen doc, me dijo no te quiero alarmar, pero nunca lo vi firmando papeles más rápida y nerviosamente que esa vez: eran las órdenes para el urgentísimo escáner axial computarizado.
Ahora estoy aquí. En asqueroso ayuno. En la sala de espera me dieron a beber un líquido con un inesperado sabor dulce pero intragable. Era la pócima mágica para hacerme invisible, al menos transparente al ojo insobornable del robot.
Aspire. Guarde el aire. Exhale. Las poleas debajo de mi espalda ronronean con hipnótica suavidad. De nuevo aspire, retenga, suelte.
Espero que el Sr. Spock se aparezca para teletransportarme a una dimensión donde no existan los quistes que pueden ser benignos o definitivamente homicidas. La plancha se mueve de sur a norte y con ella mi cuerpo trémulo.
La narcosis del rítmico deslizarse del metal me sella los ojos. La voz metálica de la bocina me indica cuándo meter aire, cuándo echarme a llorar para que nadie me escuche. Si salgo de ésta escribiré mi gran obra, trabajaré más duro, viajaré. --¿A dónde si el vecindario galáctico está sitiado por los guerreros de Dios?-- Mierda. Cuantas estupideces en tan pequeño lapso de un parpadeo. El aparato trisca sus invisibles navajas para dosificar mis entrañas en placas legibles.
Ni cómo guardar esperanzas. De nada sirve esperar que todo esto termine y salir al sol, a la enfermiza luz del año 2001. Afuera van y vienen cartas tintas en ántrax. La risa del planeta se hizo añicos y yo aquí tratando de entenderme con males tan vulgares como un tumor. El Sr. Spock se pasea meditabundo, incapaz de darme una palmadita porque los vulcanos no saben demostrar afecto. Los serruchazos virtuales duran casi un siglo. Al fin retorna el silencio y la electrizada inmovilidad del mecanismo. La nave aguarda instrucciones desde el puente de mando. Puede vestirse, me dice una voz anónima.
El corredor hacia la calle es lo más parecido al ingreso al circo romano. Al menos bajo el artilugio del orejudo Spock estaba todavía sin saber el veredicto. En la ventanilla me atiende una chica con sonrisa descafeinada, homogenizada, inhumana: su examen estará hasta el próximo lunes. Diablos.
Caída en picada al lugar común de los amenazados por el cáncer: la zozobra infinita. La perspectiva de la quimio y la radiación que te dejan peor. Mi mujer va a llorar en silencio durante ese fin de semana sin más compañía que la TV, y un fantasma amedrentado en su lecho de obscena agonía.
El lunes voy y digo nombre y clave. Una mano sin dueño me entrega el sobre con los resultados. Páncreas, tripas, riñones, todo normal, en su sitio. Civilizadamente devorados por el sida. Mr. Spock me indica la salida hacia la pesadilla de mi planeta atroz.