jueves Ť 8 Ť noviembre Ť 2001

Adolfo Sánchez Rebolledo

Fox y la nostalgia del boletín de prensa

Ningún presidente mexicano le debe tanto a los medios como Vicente Fox. En los gobiernos anteriores, la relación medios-gobierno pasaba por una subordinación implícita de los primeros al poder del Ejecutivo, gran concesionario y supremo regulador de insumos y exenciones, pero la tarea que tenía asignada la prensa escrita, y sobre todo la radio y la televisión, era uniformar la opinión pública en el respeto a la figura presidencial y en la idea de que México, feliz por naturaleza, no requería oposiciones ni tampoco democracia. Con un gran partido único gobernando para qué buscar complicaciones: no necesitábamos más.

Sin embargo, por influyentes que fueran para desarrollar un gusto cultural masivo (ponga usted el calificativo que le cuadre), sus verdaderos alcances estaban limitados por los compromisos con el gobierno en turno. Así fue siempre, al grado de que dicen que en cierta ocasión Emilio Azcárraga Milmo se definió como un "soldado" del PRI. Cerrados a la disidencia, los medios de la época no pudieron, a pesar de campañas y noticiarios, impedir que las grandes explosiones de 1968 y 1988 alcanzaran dimensión masiva, democratizadora y claramente adversa a la normas políticas dominantes. El "modelo de comunicación" sencillamente no funcionaba o funcionaba muy mal.

Los cambios de fondo vendrían más tarde, acompañando las transformaciones democráticas que poco a poco se fueron imponiendo en todos los ámbitos de la vida mexicana. Si la sociedad ya no cabía en el molde monopartidista, menos podía expresarse a través del monopolio oficialista de los medios que también comenzó a agrietarse. Pero la apertura no cayó del cielo. Fueron necesarios muchos esfuerzos fallidos, incluso el sacrificio de incontables periodistas, antes de contar con una prensa escrita legible y verdaderamente independiente, cosa que saben muy bien los lectores de esta casa. Las agresiones menudearon (remenber Excélsior) igual que las presiones del poder para someter cualquier disidencia al control oficial, pero finalmente el pueblo mexicano recuperó el principio que consagra la libertad de expresión como derecho inalienable. Más lentamente que la prensa escrita, la televisión, pero sobre todo la radio, también se abrieron a la reflexión crítica y comenzaron a fluir informaciones que no aparecían en los boletines oficiales de prensa. La sociedad civil se volcó entonces a llamar a los teléfonos abiertos y el circuito democratizador adquirió dinamismo, vitalidad, demostrando que la apertura era en sentido estricto una necesidad para todos.

Desde entonces, los medios no han dejado de aumentar su papel, al grado de convertirse también en protagonistas activos de la vida pública, en cuya agenda inscriben temas y prioridades, orientando así el curso de la República. Es tal su importancia para reproducir diariamente la vida democrática que se ha hecho necesaria una reflexión más amplia sobre su funcionamiento global, tratando de establecer si el derecho a la información exige, al igual que otros derechos, cierto tipo de normas y regulaciones. Es un asunto que tiene muchas aristas, pero es obvio que si deseamos conservar la libertad de expresión es justo saber, sin prejuzgar, cuáles son las responsabilidades de los medios, el público y el Estado, y ponerlas en blanco y negro y en la ley.

Pero no es de eso de lo que se queja el primer mandatario. Siendo candidato. obtuvo espontáneo respaldo de numerosos periodistas que asistieron, con irreprimible entusiasmo, a la derrota del PRI. Todo se le festejaba a Fox: los chistoretes, los apodos bajunos y hasta los errores tenían instantánea recompensa mediática. Hoy, en cambio, el Presidente de la República se siente maltratado, incluso calumniado por la prensa y reclama más seriedad para tratar los asuntos importantes del Estado sin detenerse en "babosadas". Hay que decir, con todo respeto, que puestas en otros labios, esas palabras tendrían algún sentido, pero después de tanto abuso de la frase publicitaria como sustituto de la conceptualización o de la imagen como relevo de la idea, tales reacciones resultan inconsecuentes, por lo menos.

ƑNo fue el presidente Fox quien levantó aplausos por su imitación de Ponchito en el programa radiofónico realizado semanalmente para dialogar divirtiendo al auditorio? ƑO fue un doble del ciudadano Fox el que apareció en televisión para mayor gloria sexenal de Adal Ramones? Nadie se quejó por ello, al contrario. ƑPor qué en vez de las trivialidades mejor no leyó el Plan Nacional de Desarrollo en cinco partes, que era lo importante? La oficina de información de la Presidencia debía aclarar si es delito de lesa presidencia subrayar las frecuentes recaídas en el humor involuntario o sólo la cursilería de ciertas frases, los tropezones sintácticos o la dislalia, de los que nadie se salva.

Vicente Fox resultó un maestro en el arte de hacer de la política un entretenimiento. Su léxico chocarrero y falsamente campirano suplió con éxito el código híbrido de la tecnopolítica de los últimos sexenios, pero no ha logrado hacer mejor algunas cosas que sus grises y engolados antecesores. Y de eso no puede culpar a la prensa. Tal vez, para evitar comentarios incómodos, los diseñadores de la imagen presidencial prefieran volver a la serenidad de los buenos viejos tiempos del boletín de prensa.